Eran mis catorce años y tenía que tomar una de las primeras
decisiones importantes en mi vida.
¿Seguía el bachillerato de Letras o de Ciencias?
Esa decisión podía marcar todo mi futuro personal y
profesional.
Fue sencillo: escogí letras, porque yo no entendía mucho eso
de que dos más dos siempre hacen cuatro, porque a mí me parecía que podía ser
que no. Además nunca me interesó mucho sumar. Tampoco restar, ni dividir, ni
multiplicar. Me interesaba comunicarme, saber qué pasa en las cabezas de los demás,
porque en la mía pasaban muchas cosas y algunas de ellas no sabía explicarlas,
y eso me preocupaba.
Así que acabé el bachillerato en su versión Letras. Hoy no
sé ni siquiera cómo funciona eso, pero como que aquí no funciona nada, qué más
da.
Después decidí (¿o fue mi padre?) proseguir mis estudios en
la Universidad y como que al parecer de otros era un buen estudiante, de
letras, dudé entre Derecho, porque abogado sin ejercicio era mi padre y con
ejercicio mi tío del que decían que yo era como una gota de agua física y
psíquica, y Ciencias de la Información, porque allí decían que te enseñaban,
aunque en realidad no lo hacían, Periodismo o Publicidad. No te enseñaban
porque la Universidad aquella era de esos tipos del Opus y ellos adoctrinan que
es muy diferente a enseñar (que no es otra cosa que pensar).
Decidí que Ciencias de la Información, no sé muy bien por
qué, pero eso decidí. Cuando regresé de esa Universidad a mi ciudad –y digo mi
ciudad porque es en la que nací, sólo por eso, aunque hoy la entiendo y la
amo- también decidí que podía
empezar Derecho y así mi padre estaba contento y yo, que no tenía nada claro
que mi primera elección fuese acertada, disponía de dos opciones de futuro, o
así me lo pareció en aquel momento.
Ocurrió después que el General Franco –¿que es eso de
Generalísimo?, ¿acaso algún Papa se ha puesto Papísimo?, ¿o algún Presidente
Presidencialísimo?, ¿o la Reina de Inglaterra que es mucha Reina, Reinísima?,
¿o Fidel Castro Fidelísimo Castrísimo?- empezó a fallecer con su lentitud
habitual y en la Universidad se decidió no impartir clases sino huelgas, y
entonces yo me aburría tantísimo (mira por donde yo también me pongo el ísimo)
que mi padre, que parece que influía en algunos sitios, me metió en Caixa de
Barcelona para que hiciese una carrera brillante como cajero.
Y así empezó mi andadura profesional, sin ninguna vocación
de ningún tipo.
Hoy han pasado treinta y ocho años, mes arriba, mes abajo.
Por en medio dejé esa entidad financiera, me dediqué a la
publicidad porque descubrí algo que se llamó –hoy ya no sé cómo lo llaman ni me
importa mucho- Marketing Directo y me sedujo, me desplacé profesionalmente al
mundo de las Agencias de Publicidad e incluso alcancé la Dirección General de
una multinacional americana, y luego algún iluminado me ofreció la Dirección
General de un par de Compañías de Seguros, que me importaban un bledo, las
Compañías y sus productos, pero sí me interesó la gestión de las redes de
ventas, o sea de las personas, o sea de la comunicación, incluso me tiré un año
entero en Madrid en una Consultora de Recursos Humanos de un tipo que era
Vicepresidente del Real Madrid cuando yo tengo el vicio culé metido en la
sangre, y dirigí también un negocio de enseñanza a distancia a través de las
nuevas tecnologías -¿ya son ahora viejas?- e hice alguna que otra cosa sin
tener muy claro cuál era realmente mi vocación, sin saber de verdad que es lo
que yo quería ser de mayor y yo ya era mayor.
Pero hoy creo que puedo poner nombre a mi vocación.
Desayuno y leo “La Vanguardia”, Grupo Godó, medio monárquico
–no medio en cuanto a la mitad, sino en cuanto a que forma parte de los medios
de comunicación- y leo a Etgar Keret, escritor de cuentos israelí, y me dice lo
que yo sabía ya hace casi cuarenta años pero no sabía ponerle letras una detrás
de la otra: me dice que su vocación auténtica era que su mamá estuviese
contenta.
Y me doy cuenta que mi vocación era esa.
Mi vocación era que Susan fuese feliz, que Susan riese, que
sus ojos derramasen lágrimas de la risa que mis payasadas le provocaban, que
Susan me recibiese cada día en nuestra casa avalanzándose sobre mí, que
corriese todo el Paseo de las Palmeras para abrazarme cada tarde cuando yo
llegaba del trabajo, que por las noches me dijese que dejase de jugar con su
meñique porque se lo estaba desgastando, que se muriese de la risa cuando yo
decía ciento cuarenta y cuatro, ciento cuarenta y cinco, ciento cuarenta y seis
y yo le explicaba que eran las pecas que contaba en su cuerpo que yo recorría
con mis manos, que la regañase cuando se ponía zapatos de los que dejan ver los
dedos porque yo decía que los pies son feos y que no hay que mostrarlos, cuando
yo la imitaba en el aseo haciendo ver que me pintaba una rayita verde en mis
ojos al igual que ella, o cuando introducía mi índice en su ombligo y recitaba
que yo estaba en el centro del mundo, cuando le mordía el lóbulo de la oreja
sin agujerear y ella decía que con cuidado que es parte sensible y que a ver si
le iba a hacer daño, cuando cogía sus mofletes y los deformaba y me partía de
la risa… y ella también.
Esa era mi vocación, la que yo desconocía cuando decidí
letras en vez de ciencias, cuando decidí Periodismo y luego fui publicitario,
la que no tuve cuando fuí director general de no sé qué.
Ayer tuve un día malo.
Intelectual, mentalmente malo, horriblemente horrible.
Esta reflexión nace de ese día nefasto.
Y ello me lleva hoy a dictar un Edicto (que manía con poner
una E delante, que además algunos pronuncian como si fuese una I para hacerlo
todo más difícil) que aquí publico
para conocimiento de todos y bajo criterios mucho más próximos al sentido
común, ya que lo que publico es un DICTO:
“Queda absolutamente prohibido desde hoy y para todo el
futuro caer en depresiones o bajones del ánimo del tipo que sean.
Mi vocación me dice que aquella a quien se la destiné me
está indicando desde otras dimensiones que no me lo permite, porque al igual
que ella rió y disfrutó conmigo, otros y otras también merecen que les destine
mis recursos.
Y existen destinatarios y destinatarias, mejor éstas, –me
gustan más las hembras, que voy a hacerle (esta aportación no es de DICTO, pero
me apetecía incorporarla)- que merecen que les dedique mis mejores sonrisas,
risas y rosas.
Me dice asimismo que no olvide que la naturaleza me dotó del
don de narrar y redactar historias – escribirlas ya es otro menester tal vez
alejado de mis posibilidades, pienso yo- y ahora que ella sabe que mi
aprendizaje prospera y me acompaña la maestra Martha, que se desplazó de México
con esa finalidad, no puedo caer en el ensimismamiento en mí mismo -redundancia
que me permito, porque cuando uno se mira en exceso se redunda- y en mis dolores, porque los hay que
los tienen y mucho más poderosos y de toda la vida, y yo también debuto, al
igual que en el cuento y por tanto tardíamente, en el dolor, y no debo olvidar
los muchos años de satisfacciones y bienaventuranzas que la vida me concedió.
Es por ello que me queda total y absolutamente PROHIBIDA
–palabra muy de moda en la actualidad, frivolidad que me permito dadas las
circunstancias sociales actuales- la depresión y los momentos bajos en mi
quehacer diario, e incluso nocturno”.
Dicto lo dictado para que quede constancia de ello en negro
sobre blanco, y cualquier mortal o inmortal que detecte o denote alejamiento de
este DICTO, podrá llamarme la atención de forma severa y contundente.
Firmado: YO y mi vocación.
Escribo esto hoy que acabo de comprobar cómo mi amada
jugueteaba a primeras horas de la mañana por las Terres del Ebre, en especial
en el Massis del Port, pintando de rojo unos altocúmulos espectaculares.
Querida, no lo hagas muchos días porque entonces se que
enfermaré definitivamente y me has pedido que contagie ilusión, amor y alegría
en aquellos que la necesitan, porque tú quieres que así sea,… y así será.