Baldomero Ruíz Lópezrosa entró, como cada día, a las 16 h.
en punto en el Bar-Restaurante “El Coto” de Tarancón, segunda ciudad de la
provincia de Cuenca, en la Avenida Miguel de Cervantes, zona moderna de la
población, y frente a un barrio antiguo, algo decrépito pero encantandor, de
casas unifamiliares de una sola planta, conocido localmente como “El Congo”.
Todos los días, a excepción de los miércoles, que es el día
en que las cañas y las jarras y los vinos y las tapas y también Rafi y Reme
libran por descanso semanal,
Baldomero, conocido en toda la zona como el “Tío Lejía”, entra a esa
hora para tomarse un café y permanecer acodado en la barra y en el mismo
taburete de todos los días hasta
si hace o no las 18:30 horas.
Baldomero no es de Tarancón, aunque el eje de sus
actividades profesionales, que le proporcionó el apodo por el es que conocido,
sí lo desarrolló en esta población equidistante de Cuenca capital y de la
ciudad de Madrid. Nació en Villaescusa de Haro, provincia de Cuenca, el
veintisiete de febrero de mil novecientos veinte. Tiene por tanto, dice él,
noventa y cinco años, camino de los noventa y seis en no más de cuatro meses.
Desde el primer día que paré en “El Coto” a tomar una
cervecilla, y paré porque es el Bar que frecuenta mi hijo Aleix y su mujer
Alicia, taranconera de cuna y raza, y su hija Susana, tanto para el primer café
del día como para la cerveza de después de echar el cierre a su establecimiento
y antes del retiro a su domicilio, el viejo me llamó la atención.
Empecé a fijarme en él porque desde siempre he admirado la
época de la vejez porque la consideré como los años de la paz, el sosiego, la
tranquilidad y la sabiduría, a pesar de que conforme yo me acerco a ella pienso
que en todo me equivoqué salvo en el tema de la sapiencia, porque esa sí es
como fruto de la experiencia y de muchos años de trotar y dar tumbos por esos
mundos. Los otros atributos que yo entendía que adornaban el final de la vida
se han ido al carajo, porque salvo algunos privilegiados con dinero en el
bolsillo y sin enfermedades en sus cuerpos desvencijados, el resto que es
mayoría viven atribulados por que carecen de recursos económicos o se los han
recortado desalmados que se llaman gobiernos y, además, les asolan males que se
manifiestan en quejidos y malestares tanto del cuerpo como de la mente y el
alma.
Y en mis observaciones caí en la cuenta de que el anciano
era realmente muy pero que muy viejo, y que posiblemente por ello manifestaba
una sordera descomunal que salvaba sólo en alguna ocasión por los berridos que
le proferían algunos lugareños para intentar darle un poco de conservación o
interesarse por su estado general.
Observé también que detrás de su oreja derecha y en el
interior de su pabellón auditivo pasaba el rato un “sonotone”, y que poca
función hacía o de vacaciones estaba ya que ni a gritos de los parroquianos
atendía el anciano.
El silencio era como una aureola que rodeaba su cabeza, pero
estimé que así era porque cuidaba con cierto celo su silencio como símbolo de
su intimidad y de la riqueza de un espíritu que yo intuí fuerte y labrado tras
años de duro esfuerzo. Eso me pareció
entender o eso es lo que yo quise entrever.
Antes ya me había apercibido de que con absoluta regularidad
ocupaba siempre el taburete de patas negras y forro de símil de piel negra
también que se sitúa al final de la barra de “El Coto”, en el lugar más alejado
de la puerta de entrada al Bar-Restaurante que regenta la gaditana Rafi.
El abuelo vestía con la misma ropa día tras día. Cazadora de
piel falsa de color negro, pantalones de franela color marrón oscuro, calzado
tipo mocasín barato y gastados, de color negro y faltos de crema para el
mantenimiento de la piel y el color, un sencillo bastón de madera y empuñadura
curva con algún adorno dorado en su parte alta, y boina oscura sobre la mollera
escondiendo una presumible calva que aún mantenía algunos pelos blancos que
desbordaban encima de las orejas y en el cogote.
En su rostro, mal afeitado como el de los abuelos que
olvidan rasurar partes de su rostro tal vez por mala visión o por temblores del
pulso que dificultan la labor del afeitado, que se ve surcado por arrugas
profundas y pliegues y pellejos de piel flácida, sobresalían dos ojillos pillos
de pupilas extremadamente claras, en su juventud posiblemente de un color azul
cielo manso y sincero pero penetrante si la vista se fijaba en algo o alguien
concreto. Un pequeño velo parecía cubrir esos ojitos listos e incisivos, al
modo de las cataratas de muchos de nuestros ancianos, y esa mantilla le daba
una apariencia de paciencia y bondad infinita.
El primer día, cuando alcanzaron las agujas del reloj las
seis y media y algunos minutos más y el viejo se levantó cansinamente y por la
puerta se marchó en solemne y humilde silencio, le pregunté a Reme, la empleada
de Rafi en “El Coto”, si alguna cosa sabía del abuelo ya que se me había
despertado un enorme interés por conocer cosas de la historia del anciano.
Ella fue la que me indicó que era muy conocido en todo
Tarancón y sus alrededores por el sobrenombre de “Tío Lejía”, y que ese apodo
pesaba tanto que pocos conocían su nombre verdadero.
Ella me dijo que ese sobrenombre obedecía a que el hombre se
ganó la vida con una fábrica de lejía que fundó hacía muchos años, y que eso le
dio suficiente dinero como para mantenerse a sí mismo y a su mujer, y que hoy
en día subsistía gracias a los beneficios que obtuvo, a su jubilación, con la
venta de su fábrica a su empleado más fiel y próximo, que atiende al nombre de
Pablo el Zarzeño , por ser su madre de Zarza de El Tajo, aunque él es de
Leganiel.
Su mujer, ahora que la mencioné, se llamaba Rosario Álvarez
Muñiz y nació como Baldomero en 1920, pero en el mes de abril. Estuvieron
desposados durante sesenta y seis años, y si a ellos le añadimos cuatro más de
noviazgo resultará que estuvieron juntos durante setenta años.
No averigüé que hizo en su vida su mujer, porque hijos no le
dio al “Tío Lejía”, pero sí sé que lo enamoró hasta las cejas, porque Baldomero
me dijo que a su lejía la bautizó como Rosita, “Lejía Rosita”, en honor de su
mujer.
Tampoco sé si eso fue por la corrosión que la lejía le debió
provocar y que se asemejaba a la que algunas mujeres causan en algunos hombres
(y viceversa también) o bien por el enorme amor que por ella sintió toda su
vida. Creo que el nombre de la lejía obedeció a su pasión por su mujer, al
corazón de terciopelo que ese hombre rudo y duro de la meseta albergaba en su
corazón.
A ella, me dijo, siempre le fue fiel, tal vez no con el
cuerpo, lo cual no es más que una cana al aire sin mayor importancia porque
desfogarse es de necesidad para el pertinaz currante, pero sí con la mente, que
es lo importante en el hombre y en general en el ser humano.
Enorme reflexión de un hombre bueno que amó y supo amar.
El “Tío Lejía” fundó su empresa en 1950 y durante los
primeros catorce o quince años recorrió con su furgoneta todos los pueblos de
Albacete, Madrid y Cuenca, y añade Asturias, pero me permito una duda porque
eso no cae por estos aledaños y su edad, noventa y cinco años que no cuadran porque
si es del 1920 va para los noventa y cinco y tiene ahora, por tanto, noventa y
cuatro, le permite algún que otro desliz.
Comenta Baldomero con un orgullo impropio de los tiempos en
los que estamos que en todas esas correrías diarias por Castilla jamás tuvo el
más mínimo incidente con otro vehículo o peatón alguno. Dice él que tuvo
suerte, mucha suerte, y yo le digo que la persistencia en la fortuna no existe,
que eso se debe a la pericia o la prudencia en la conducción y que eso hay que
anotarlo en su haber, pero él, erre que te erre, dice que no, que tuvo mucha
suerte, que fué afortunado.
En su viajera furgoneta llevaba, me explica, un cartel
rotulado con el título de “Tío Lejía” y por eso así se le conoce en todos estos
pueblos, poblachos y villarejos que visitaba para vender la “Lejía Rosita”.
Insiste en ello haciéndome saber que ni una sola denuncia
tuvo en todos sus años de conductor de su furgoneta. Orgullo castizo de hombre
de apariencias ásperas pero corazón de algodón.
Le pido, a gritos, claro, que me cuente alguna anécdota.
Se resiste porque es tosco y romo en la expresión.
Le invito a un vino para que suelte la lengua, pero lo
rechaza diciéndome que para él ya no sin tiempos de vinos.
Pero de golpe, inesperadamente, me suelta que en una vez, en
el Puente de Arganda, cuando regresaba de vender su producto en Madrid, le
detuvo la Guardia Civil o la Policía, ya no recuerda, porque en la capital
habían matado a un general o a un preboste capitalino (Carrero Blanco desfila
con la timidez de la muerte por mi cabeza), y que al ver en el rótulo que
portaba en su furgoneta que él era el “Tío Lejía” lo dejaron pasar sin
molestarlo mas, y eso a pesar de que transportaba un peligro llamado cloro y
sin el correspondiente permiso para transportar esa peligrosa mercancía.
Después se calló, como un sepulcro.
Reposó, o eso me pareció..
Descansó porque hablar le cuesta esfuerzo.
Y hacer memoria más.
Sus ojos escudriñaron en su propio interior. Parece que
buscaba algo en sus recuerdos que son sedimento en algún lugar de su cerebro.
Miró fijo al frente, a un lugar indeterminado, y se arrancó
de nuevo con otra anécdota que me señala fue importante para él.
Se carteó y se fotografió, en un tiempo y por escaso tiempo,
con el Obispo Inocencio Rodríguez, de Cuenca. Eso, a su juicio, pocos podían
explicarlo. Rió suavito y se le inflamó un algo la vista pilla con su velo azulado sin poder disimular
su orgullo.
Después de esta confesión íntima, y mientras el “Tío Lejía”
parecía haberse sumido en un estado de letargo, Reme, la camarera, me comentó
que un cliente habitual de el Coto, Antonio, podía explicarme cosas de
Baldomero, y además darme la referencia del “Tío Ramiro”, gitano que viste de
negro y usa sombrero tipo bombín también negro, posiblemente porque trabaja en calidad
de no sabe qué en una de las dos funerarias de Tarancón.
Me dijo que lo encontraría con facilidad en su ruta habitual
de bares, concretamente en el Keller, el Havana y el Bar Antonio, todos ellos
en la Avenida Miguel de Cervantes, arteria comercial y principal de la
población.
Decidí que al día siguiente buscaría al “Tío Ramiro” para
conocer otros aspectos de la figura y la vida del “Tío Lejía”.
Y así lo hice, pero tuve uno de esos días en que uno llega
tarde a todos los sitios.
Empecé por el Bar Keller, y allí, Juan Ramón, un madridista
confeso al que exasperé durante un breve rato declarando mi amor por los
colores blaugrana y mi desprecio por el equipo de color blanco y el preferido
por el dictador, me dijo que llegaba cinco minutos tarde, pues el “Tío Ramiro”
hacía exactamente ese tiempo que había marchado del Bar. Pero que posiblemente
lo encontraría enfrente, en el Bar Havana.
Así que dejé de molestar con mis declaraciones
antimadridistas y mi fiebre culer y me dirigí con premura al Havana.
La señora tras la barra que me atendió me dijo con cara algo
apenada que no hacía ni cinco minutos que el “Tío Ramiro” había estado allí
tomándose su vino tinto, pero que ya había partido y que con toda probabilidad
lo hallaría en el “Bar Antonio”, saliendo a la calle a la derecha a escasos
metros.
Tras darle las gracias y comentarle que estaba llegando
cinco minutos tarde en mi persecución del “Tío Ramiro”, me fui veloz al
“Antonio”.
Allí se repitió la historia. Hacía cinco minutos que había
partido, casi con toda certeza al mercadillo de los jueves, en el barrio
extremo de Corea.
Me señalaron cómo llegar a Corea, ya que ni mentarlo había
oído en mi estancia taranconera, y después de visitarlo, comprar un kilogramo
de aceitunas en salmuera de Campo Real para el Bar “El Coto”, para consumir yo
mismo junto con Rafi y Reme, no conseguí dar con el “Tío Ramiro”, por lo que
abandoné mi misión porque estaba cada vez más claro que si alguien me indicaba
como toparme con él, yo llegaría a la posible cita cinco minutos tarde.
Antes de mi expedición, el día anterior, por la ruta de los
Bares del “Tío Ramiro” y del barrio de Corea y su mercadillo, el “Tío Lejía”
decidió, desde su ubicación en la barra de “El Coto”, recogerse, y para ello
abandonó su taburete, agarró su bastón, y, como siempre, sin decir nada, se
encaminó hacia la puerta para dirigirse a su Casa Tutelada, que es donde habita
a la espera de limpiar con su lejía la casa que Rosario tiene en el cielo desde
hace seis años, porque ella le está esperando, a él, al “Tío Lejía”, que tanto
la quiso que a sus noventa y muchos años todavía conserva pelo blanco que asoma
bajo la gorra, porque lo que se dicen canas, esas canitas que a veces se echan
por ahí, pocas, pocas echó Baldomero.
Yo también me levanté para ir a esperar a mi hijo, a su
mujer y a mi nieta para cenar, y mientras recorría el breve trayecto del Bar
“El Coto” a la casa de mis hijos me descubrí silbando el estribillo de “El
puente sobre el río Kwai”, que no sé por qué razón y desde hace mucho asocio al
optimismo.
Desde este atardecer esa música, por siempre, será la del
“Tío Lejía”, y recordaré su sonrisa de caramelo cuando antes de alcanzar la
puerta de salida del Bar se giró hacía mí, levantó un brazo a modo de saludo de
despedida y empezó su lento caminar hacia su Casa Tutelada, donde le aguardaba
la cena, la cama y su almohada rellena de dulces recuerdos de su Rosario
Álvarez Muñiz, que dió nombre al producto con el que se ganó la vida y a él la
vida entera le regaló.
P.D.: Hoy, domingo, 19 de octubre de 2014, desayuno en el
Bar “El Abuelo”, de Tarancón. De pronto se me acerca un hombre que se
identifica como Mariano, y me dice que sabe que estoy interesado en conocer
cosas del “Tío Lejía”, y me dice que lo sabe porque en los pueblos todo se sabe.
Que la semana próxima me llevará a conocer a Pablo “El Zarzeño”, porque él
conoce todos los detalles de la vida del “Tío Lejía”, e incluso tiene algunos
recuerdos físicos de los años en activo del Tío, y que está dispuesto a
entregárrmelos ya que le emociona que un forastero como yo se interese por su
exJefe, exSocio y siempre Maestro en el arte de fabricar lejía.
Quedamos que nos buscaremos antes de que yo regrese a
Barcelona, y después de darme la mano y encaminarse hacia su puesto de
parroquiano en la barra caigo en la cuenta de que lo que suena en esos momentos
en el hilo musical de “El Abuelo” es la música silbada de la película “El
puente sobre el Río Kwai”.
Estoy seguro de que es el “Tío Lejía” quien ha hecho sonar
esa música en ese preciso instante, y que escondido donde esté sonríe
cansinamente mientras le brillan esos ojillos traviesos de un azul celeste
remanso de paz.