En el desguace de mi casa, en el que me ha ayudado mi
bolchevique esta mañana (es una ucraniana que me hace la limpieza y me plancha
las camisas una vez a la semana) me he encontrado con un crucifijo de plata con
un Cristo bastante guapo grabado en la cruz.
No sé por qué motivo me lo he guardado en el bolsillo del
pantalón.
Esta tarde he ido a la papelería que está debajo mismo de mi
casa (mi ex casa en realidad, porque ya está vendida, pero que habitaré hasta
el quince de septiembre), porque la mudanza me está costando dios y sin ayuda,
a comprar más cajas para meter libros y más libros, y me he encontrado con una
monjita chiquitita y viejita pero muy bonita y con un habla acaramelada y
dulzona y melosa y pausada, y mi mano ha dado con el crucifijo en mi bolsillo,
y he decidido que era un regalo para la monjita.
Tal vez mi alma sabía esta mañana que a la monjita me
encontraría.
Le he dicho que no me preguntase por qué la obsequiaba ni me
hiciese pregunta alguna, ni siquiera mi nombre ni mi condición.
Sólo le he pedido que retuviese en su memoria ancianita mi
rostro y que ella que cree, cada noche, cuando se vaya al descanso merecido,
rece por mí, por mi alma destrozada y angustiada, pero que tampoco le iba a
explicar por qué está así esa cosita sin sustancia ni perfil ni cuerpo que los
humanos llamamos alma, supongo que para entendernos.
Ha cumplido la monjita vestidita de gris, con velo gris en
su cabecita pequeñita de monjita bendita y bonita, porque el crucifijo ha
recibido y su boca ha silenciado.
Únicamente al despedirse me ha dicho que no muchos rezos
preciso porque un alma buena siempre está bien custodiada por su dios que no es
el mío.
¡ Y de alegría me ha colmado !
La he besado en la mejilla y ha partido con la sonrisa
dibujada en su carita de angelita sencillita.
Bonita monjita. Sí señor.
Reza por mí, Señora.