Ayer por la noche leía mientras mis párpados luchaban por
mantener las persianas subidas, y entre las páginas de mi libro apareció la
revelación que me ofreció luz a una zona oscura de mi mente, oscuridad que se
prolongaba desde hace casi año y medio, y que sólo se atenuaba hacia grises
menos dolientes por el propio paso del tiempo.
En ese momento de la aparición de la luz tengo la seguridad
de que mis ojos estaban abiertos para disfrutar de la lectura; después ya no
puedo asegurar si mis conclusiones fueron cuando permanecía despierto o bien mi
cuerpo y mi mente se situaban ya en la
duermevela o en el dulce sueño de las primeras horas.
Ella se me apareció allí en mi cuarto, junto a mi cama,
vestida sencillamente, sin casi maquillaje, con las uñas medianamente mordidas,
en zapatillas y con una expresión en el rostro que era una mueca de desagrado
como la que suele acompañar su vida, y que se delata en sus ojos caídos en las
puntas contrarias a los lacrimales y el halo negruzco que los rodea de forma
permanente, como señal inequívoca de una tristeza que adquirió el mismo día en
que nació, puede que heredada de una madre anclada en el disgusto, en una
frustración hundida en el pecho y en el vientre, en la desilusión y el desánimo
permanente por una negatividad fundida en su corazón de mujer provinciana.
Yo me concentré en ella, en su aparición, con una media
sonrisa flotando en mis labios, y de golpe apareció un pensamiento que
mastiqué, y que me decía que durante nuestra relación yo había pretendido
transformarla, copiando al artesano que trabaja la arcilla, para moldearla a mi
manera, a mis gustos y deseos.
Quise hacerla extraordinaria. Quise que fuese divina.
Creí amarla y creí que me amaba.
Ella huía y yo buscaba, tal vez sin que ambos lo supiésemos.
La besé y la acaricié hasta devorarla. La contemplé en todas
las ocasiones como a una mujer bellísima, la pensé cuando no la veía por la
distancia siempre bellísima, la quise hacer bellísima, pero ayer caí en la
cuenta de que no era más que un juego de mi mente, un ejercicio de
concentración para conseguir lo que anhelaba.
La obsequié cada día de aquellos en los que podíamos vernos,
le escribí las mejores palabras que soy capaz de dedicar a una mujer, la recibí
con ramos de flores amarillas como la rosa mosqueta repartidas por todas las
estancias de mi casa, hasta convertirla en las profundidades de mi cerebro en un deseo estético,
también carnal, pero sobre todo estético.
Y ayer, mientras ella permanecía en un silencio que
presagiaba lluvia de reproches a los pies de mi cama, reproches que con toda
seguridad merezco, se mostró en toda su vulgaridad y cobardía, en todo su
contenido limitado y su continente escaso, se transformó de nuevo en lo que es
y que yo no quise ver porque sin darme mucha cuenta quería transformarlo todo
en mi vida, y a ella deseaba transformarla en lo que yo he amado toda mi vida,
la mujer bonita, la belleza, la inteligencia, la bondad, la entrega, la
alegría, la sonrisa, la generosidad,…
Creo que antes de que mi cerebro se adormeciese en una
inconsciencia que no permite el recuerdo pensé que a pesar de todas mis equivocaciones,
a pesar de que ella es lo que es y no lo que yo deseaba que fuese, la sigo
queriendo, la sigo amando, pero con un agradecimiento sincero porque le robé la
esencia de su ser durante un tiempo escaso pero intenso, y con la placidez que
me provoca el saber que ella puede que no lo sepa nunca, porque jamás podré
explicarle que la noche de ayer estaba de pie en mi habitación, junto a mi
cama, en actitud adusta y seria, con el ceño fruncido, y yo supe que la perdí y
no volverá nunca.
No podré robarle nada más porque llegó el fin, y a los
ladrones de sentimientos eso siempre nos pasa factura.