martes, 29 de agosto de 2017

Pensamiento póstumo para un amigo que no quiero que haga huelga.

 
Me enteré de su fallecimiento a través de su compañera.
Yo le envié un correo electrónico a Fernando hace unos días porque me extrañaba no recibir en las últimas semanas nada de él.
La última que lo ví en el “Treze” me quedé preocupado porque lo ví extremadamente delgado y pensé que su delgadez era de la vida.
A mi correo me ha respondido hace unas horas su mujer, a la que creo conocí en una ocasión porque Fernando me la presentó en nuestro lugar habitual de encuentro, donde practicábamos el arte de la tertulia, el “Bar Treze” de Major de Sarriá.

Estoy pensando en ti, Fernando Torras Miraved, y mis pensamientos no son una dedicatoria póstuma, no quiero verlo así, si no un ruego, amigo querido y admirado.

Fernando, vivimos en un mundo que está en huelga permanente.
Huelga de estibadores, huelga de seguridad en los aeropuertos, huelga de taxistas, huelga de encargados de la limpieza de las calles y locales públicos,…
Pienso que también hay huelga de sentido común y de inteligencia en la clase política y entre los pensadores, huelga de filosofía, huelga en las artes y en la ciencia y en la cultura en general.
Estoy convencido de que estarías, estás, de acuerdo conmigo. Te conocí poco, pero te conocí.

Por eso los imbéciles campan a sus anchas.

Creo que huelga decir que la razón, la ética, la honestidad, la sinceridad, la equidad,… también están de huelga. Y si no lo están, lo parece. Están, dejémonos de condescendencias.

Fernando, desde tu nuevo mundo intangible, te lo ruego, TÚ NO HAGAS HUELGA !
Cuida de todos nosotros, los huelguistas y los que no queremos hacer huelga.

Es la primera vez y la última en la que me atrevo a pedirte algo, amigo, porque se que ahí estarás.

domingo, 27 de agosto de 2017

Cada uno con su quimera.

 
En una planicie polvorienta, sin caminos, sin hierba, sin plantas ni flores, sólo tierra árida, guijarros y piedras, del color de la arena descolorida, tierra absolutamente yerma, me encontré con un puñado de hombres que caminaban vestidos con traje y corbata y zapatos negros por aquellos parajes desérticos.
Todos y cada uno de ellos cargaban sobre la espalda con un bulto que hacía que se desplazasen con lentitud, encorvados y agobiados por lo que parecía un enorme peso.
Le pregunté al primero que se cruzó en mi camino qué transportaban en sus espaldas y me contestó que cada uno llevaba consigo su quimera.
Para cerciorarme de la veracidad de su respuesta lo mismo le pregunté al segundo con el que coincidí en el camino inexistente, y al tercero, y a unos cuantos más, y todos me respondieron que cada uno transportaba su quimera.
Uno de ellos además añadió que la quimera no consistía por sí misma en un peso excesivo, ya que era inerte, pero que los envolvía y oprimía como si tuviese vida.
Y debía ser verdad, porque a pesar de que mostraban rostros serios y signos de cansancio, en todos ellos se adivinaba un apunte de sonrisa en sus labios y un cierto resplandor de luz en sus pupilas hundidas en los cuencos de sus ojos.
Pensé en preguntarle a dónde se dirigían, y así lo hice con varios de ellos.
Siempre obtuve la misma respuesta, que fue que no sabían a dónde iban, que no tenían ni idea de a dónde sus pasos los dirigirían, pero que algo, algo así como una fuerza vital e invencible, les impulsaba a seguir el camino no dibujado en ningún terreno.

Me quedé sin saber qué decir, hasta que una ligerísima ráfaga de viento me trajo consigo una pregunta, que decía que si no sabían a dónde iban, tal vez sí supiesen de dónde venían.
Y sí, resultó que lo sabían todos ellos, sin excepción alguna, porque dijeron que venían, procedían y pertenecían al Mundo Occidental.

En ese mismo momento caí en la cuenta que yo también vestía traje y corbata y zapatos negros, y que de igual forma y manera que ellos portaba en mi espalda un bulto que se parecía a las quimeras del resto de deambulantes, porque yo también deambulaba sobre la misma tierra yerma.
Pero yo desconocía mi quimera, y todo me hacía pensar que mis acompañantes sí conocían el contenido de sus bultos.
Cogí mi quimera entre mis manos y observé que no era más que el dibujo de un cactus en un papel encima de una frase que rezaba “Lo encontrarás”.

Tras un breve estupor y una no más breve reflexión comprendí que aquella tierra inhóspita en la que me encontraba algún día me depararía y descubriría la existencia de un cactus, y que yo sabría que en esa planta grasa de dura corteza y ásperos y afilados pinchos se haya tanto el ungüento que ayuda a la sanación de las heridas externas como en su interior el agua que apacigua las llagas del alma y la sed del corazón.

Y comprendí que el mensaje era de una claridad meridiana, y decía algo tan simple como que debía perseguir mi quimera, y para ello me resultaría imprescindible mantener la sonrisa en mis labios y la luz en mis ojos cansados, que son los hermanos gemelos de la ilusión y la esperanza.
Y que a pesar de que yo mismo y mis otros compañeros de viaje bien sabemos que Occidente se muere por el abandono de sus valores y sus principios éticos y solidarios (igualdad, solidaridad, fraternidad), es precisamente por ello que debemos buscar aquello que nos impulse a construir una sociedad mejor que esta actual que fenece entre delirios mentales de unos pocos.

Sin camino, en tierra yerma, árida y seca, prosigo la búsqueda de mi cactus, que no es más que la ilustración de mi quimera.

viernes, 18 de agosto de 2017

La calle donde viven juntas las cuatro estaciones del año.

 
Ayer fue un día de enorme tristeza en mi ciudad, en la capital de esta tierra de acogida que se llama Catalunya.

Hoy la tristeza lo impregna todo, desde el Tibidabo y hasta la Barceloneta de las tapas y los vinos de los pescadores y los pisos para los turistas.

Unos terroristas asesinaron a catorce personas y dejaron heridos a más de ciento treinta seres humanos, algunos de ellos con serio peligro de también perder sus vidas.
Y eso en nombre de Dios.

El atentando ocurrió en la Rambla de Barcelona, entre la Plaza de Catalunya y el Pla de la Boquería, frente al mercado y la calle del mismo nombre, junto a la calle Quintana, donde se haya el restaurante más antiguo de Barcelona, “Can Culleretes”.

Y eso en nombre de Dios.

Ese pedazo de calle tiene unos seiscientos metros, seiscientos metros de color y de alegría, de vida y de amor, de besos robados al viento y de gitanas con flores, de palabras de amor  al oído y gritos enajenados al firmamento, de júbilos de adolescencia y amores de vejez, de pájaros de trinos enjaulados y conejos de indias y hámsters de niños y niñas, de plantas tropicales y del Maresme, de seguidores del Barça en noches, unas de euforia y otras de depresión, bebiendo el agua de Canaletas que te forzará siempre a regresar a Barcelona, de Ocañas emborrachados de Ciudad Condal y de paraguas decorando la fachada de la casa altanera.

Pero el color de la calle de las cuatro estaciones del año se convirtió en uno sólo, el color rojo de la sangre tiznado del blanco de los huesos desnudos y quebrados y del negro del día fundido con la noche cerrada de la canícula estival.

Y todo en nombre de Dios.

El amanecer siguiente ha sido el que la ciudad entera, mi ciudad, gritó “No tenim por” (“No tenemos miedo”) en una nueva muestra de la valentía y orgullo, de solidaridad y amor por la vida de los habitantes de la Ciudad de los Prodigios.

Los barceloneses sabemos que las estatuas humanas volverán a arrancar sonrisas a los transeúntes, los caricaturistas de Santa Mónica seguirán sorprendiendo con su habilidad en el dibujo rápido de las caras y facciones de nuestros visitantes y nuestros infantes, y sabemos también que algunos “maradonas” seguirán haciendo equilibrios con sus balones viejos para arrancar los ohhhhs!!! de admiración de los turistas, y yo sé que volveré, lo prometo, a comer angulas de Aguinaga en el Restaurante Amaya acompañado de alguna bella mujer a la que me gustaría conquistar, y después espiaremos juntos a los amantes escondidos del Bagdad y a los despistados que se dejan caer por la calle Rovadors y sus proximidades, porque la Rambla de Barcelona volverá a ser el Paseo Universal, y las floristas mostrarán los colores de sus flores y regalarán sus fragancias, los pájaros trinarán alegría y el Liceo ofrecerá sus óperas, conciertos y ballets al mundo entero, porque nosotros, los catalanes, y todos nuestros visitantes, seguiremos paseando por nuestra Rambla, desde el Café Zurich en la Plaza de Catalunya y hasta la estatua de Colón ya besando el mar.

Y lo haremos porque somos así, no en nombre de Dios, y porque como dijo Federico García Lorca, tenemos “La Calle más alegre del mundo, la calle donde viven juntas a la vez las cuatro estaciones del año, la única calle de la tierra que yo desearía que no se acabara nunca, rica en sonidos, abundante de brisas, hermosas de encuentros, antigua de sangre: Rambla de Barcelona”.

lunes, 14 de agosto de 2017

Llantos generosos.


He leído que los campesinos de los campos de soja de Corea del Norte dicen que si conoces un hombre que llora generosamente es porque tiene un corazón generoso.

Yo me emociono con facilidad, y soy lo que aquí calificamos como una persona “de lágrima fácil”.

Pero dudo tener un corazón generoso.

Deberé esforzarme y trabajar mi corazón para que los campesinos nord-coreanos no vean afectado su refrán.

lunes, 7 de agosto de 2017

Hoy es 7 de agosto.

 
Me he despertado y lo primero que he pensado es que hoy hace ocho años que murió mamá. Enseguida he decidido escribir a mis hermanos, y les he propuesto a través del “guatsap” que a las 12 h., cuando el sol está en su punto más alto y por ello más cerca de mamá, más próximo a ella que tanto quería el calor, cada uno de nosotros, estemos donde estemos y en la situación que sea, miremos al cielo y le enviemos un besito exclusivo para ella. Sé que lo está esperando con muchísima ilusión.

La madrugada del ayer domingo, a eso de las cinco horas, cayó un enorme diluvio sobre mi casa en Enveitg, acompañado de piedra y granizo. El resultado es que me destrozó todas las begonias de flor roja y blanca que llevo mimando todo el verano, y que deseaba mostrar con orgullo jardinero a mis hijos y a mis nietas este próximo viernes cuando vengan a pasar unos días a esta casa.

Le dije a una amiga que se baña en aguas del Báltico que estaba a punto de lanzar unos cuantos improperios y blasfemias al cielo para sosegar mi espíritu, pero que me iba a contener no sin gran esfuerzo.
Pero lo peor sucedió al salir de casa por la puerta principal, cuando comprobé que parte del murito de piedra de separación con mis vecinos tampoco había podido resistir la fuerza del agua, se había derrumbado y en su caída había chafado unas cuantas plantas de “clavell de moro” naranja que asimismo he cuidado, podado, regado y abonado con todo mi escaso pero entusiasta saber hacer en los jardines.
He redoblado mis esfuerzos por no blasfemar, y para ello me ha ayudado volver a comunicar con mi amiga del Báltico, porque el simple hecho de explicárselo me recuerda muchas enseñanzas que me transmitió cuando me deshacía en lamentos y sufrimientos por la pérdida de los grandes tesoros del jardín que la vida de cada uno construye, como lo fueron mi compañera y mi madre.
En ninguna ocasión me ha contestado, pero no hace falta. Me entiendo con ella sin necesidad de palabras.

Acaban de tocar las doce horas en el campanario de Enveitg.
He salido al jardín, junto a la huerta, frente a la Sierra del Cadí.
El cielo está gris, nublado, guardando un luto sencillo.
Me he besado las yemas de los dedos de mis dos manos y los he lanzado al cielo.
He repetido la operación varias veces.
Y entre dos nubes de espuma que buscaban el blanco abandonando el gris perla se ha abierto una rendija por la que ha asomado tímidamente un rayo de sol.
Me ha parecido una cuerda que me lanzaba mamá para que yo ascendiese por ella., y casi he cerrado las manos para asirla.

Una golondrina ha sobrevolado mi cabeza y mis brazos y manos que seguían apuntando al cielo, y con su aleteo y su grito algo escandaloso me ha traído el mensaje de mi madre.
La golondrina me ha dicho que no era una cuerda, que debo permanecer con los míos, que sólo era la luz que me reserva mamá para que la traslade y comparta con los que quiero y amo, que me felicitaba por la contención de mi indignación del día anterior, y que el agua de la madrugada de ayer me había querido dejar otro mensaje: que siga construyendo, que siga creando, que siga cuidando las flores del jardín y los frutos de la huerta, que repare el muro que debe detener aquello que no es bueno que se aproxime, que recuerde y no olvide que estamos aquí para mostrar fortalezas y construir y crear, crear y construir, sin detenernos, sin lamentarnos, con ilusión, con energía y con amor, sobre todo mucho amor.

Le he respondido que lo he entendido, mamá.
Y así será.
No desfalleceré.
Mientras, tú, mamá, sigue descansando.
El trabajo es para mí.

Te quiero.