En una planicie polvorienta, sin caminos, sin hierba, sin
plantas ni flores, sólo tierra árida, guijarros y piedras, del color de la
arena descolorida, tierra absolutamente yerma, me encontré con un puñado de
hombres que caminaban vestidos con traje y corbata y zapatos negros por
aquellos parajes desérticos.
Todos y cada uno de ellos cargaban sobre la espalda con un
bulto que hacía que se desplazasen con lentitud, encorvados y agobiados por lo
que parecía un enorme peso.
Le pregunté al primero que se cruzó en mi camino qué
transportaban en sus espaldas y me contestó que cada uno llevaba consigo su
quimera.
Para cerciorarme de la veracidad de su respuesta lo mismo le
pregunté al segundo con el que coincidí en el camino inexistente, y al tercero,
y a unos cuantos más, y todos me respondieron que cada uno transportaba su
quimera.
Uno de ellos además añadió que la quimera no consistía por
sí misma en un peso excesivo, ya que era inerte, pero que los envolvía y
oprimía como si tuviese vida.
Y debía ser verdad, porque a pesar de que mostraban rostros
serios y signos de cansancio, en todos ellos se adivinaba un apunte de sonrisa
en sus labios y un cierto resplandor de luz en sus pupilas hundidas en los
cuencos de sus ojos.
Pensé en preguntarle a dónde se dirigían, y así lo hice con
varios de ellos.
Siempre obtuve la misma respuesta, que fue que no sabían a
dónde iban, que no tenían ni idea de a dónde sus pasos los dirigirían, pero que
algo, algo así como una fuerza vital e invencible, les impulsaba a seguir el
camino no dibujado en ningún terreno.
Me quedé sin saber qué decir, hasta que una ligerísima
ráfaga de viento me trajo consigo una pregunta, que decía que si no sabían a
dónde iban, tal vez sí supiesen de dónde venían.
Y sí, resultó que lo sabían todos ellos, sin excepción
alguna, porque dijeron que venían, procedían y pertenecían al Mundo Occidental.
En ese mismo momento caí en la cuenta que yo también vestía
traje y corbata y zapatos negros, y que de igual forma y manera que ellos portaba
en mi espalda un bulto que se parecía a las quimeras del resto de deambulantes,
porque yo también deambulaba sobre la misma tierra yerma.
Pero yo desconocía mi quimera, y todo me hacía pensar que
mis acompañantes sí conocían el contenido de sus bultos.
Cogí mi quimera entre mis manos y observé que no era más que
el dibujo de un cactus en un papel encima de una frase que rezaba “Lo
encontrarás”.
Tras un breve estupor y una no más breve reflexión comprendí
que aquella tierra inhóspita en la que me encontraba algún día me depararía y
descubriría la existencia de un cactus, y que yo sabría que en esa planta grasa
de dura corteza y ásperos y afilados pinchos se haya tanto el ungüento que
ayuda a la sanación de las heridas externas como en su interior el agua que
apacigua las llagas del alma y la sed del corazón.
Y comprendí que el mensaje era de una claridad meridiana, y
decía algo tan simple como que debía perseguir mi quimera, y para ello me
resultaría imprescindible mantener la sonrisa en mis labios y la luz en mis
ojos cansados, que son los hermanos gemelos de la ilusión y la esperanza.
Y que a pesar de que yo mismo y mis otros compañeros de
viaje bien sabemos que Occidente se muere por el abandono de sus valores y sus
principios éticos y solidarios (igualdad, solidaridad, fraternidad), es
precisamente por ello que debemos buscar aquello que nos impulse a construir
una sociedad mejor que esta actual que fenece entre delirios mentales de unos
pocos.
Sin camino, en tierra yerma, árida y seca, prosigo la búsqueda
de mi cactus, que no es más que la ilustración de mi quimera.