Esta noche viajaba oníricamente por Australia.
En mis sueños el continente isla era enorme. Mucho más
grande de lo que es en la realidad, que es inmenso.
Yo observaba, pues de eso se trataba mi viaje.
Observé una enorme diversidad de animales, y entre ellos
destacaban los menos conocidos para un europeo, como los canguros,, walabíes,
koalas, vombas, ornitorrincos,…
También observé aborígenes, humanos de raza blanca rozando
lo albino y otros simplemente rubios, gente del color del café y otros de la
mostaza, gentes de procedencia india, china, de Filipinas y de Sudáfrica, de
rasgos malasios, vietnamitas,…
Pero lo que me llamó poderosamente la atención es que los
únicos que se miraban y observaban con cierto disgusto o reserva, reticencia,
lejanía, desconfianza, incluso rechazo cercano al aborrecimiento y al desprecio
eran los seres racionales, porque los irracionales no es que se miren u
observen mal, sino que es que ni siquiera se miran.
Y si se miran puede detectarse sin excesivo esfuerzo una
mirada cordial y una amabilidad próxima a la complacencia, incluso con el pobre
ornitorrinco, que en su empeño por la diversidad, la heterogeneidad y la
pluralidad ha logrado ser un mamífero semiacuático con cuerpo parecido al del
león marino pero que resulta enano en la comparación, que pone huevos y que
tiene pico de ave, cara de pato, y aspecto de reptil.
Sólo los llamados seres humanos racionales somos capaces de
crear de la diferencia la enemistad y el rencor que deviene en repudio del otro
y de todo su entorno.