martes, 15 de mayo de 2018

Amor blanco, rojo y verde.


Amor blanco, rojo y verde.

Volvía a casa.
Más o menos a las 14 h. del mediodía español.
Circulaba por Ur, Población francesa (aunque junto al cartel de entrada al pueblo reza Municipo Català) anterior a Enveitg, que es donde vivo, y entre ambos pueblos nos separan unos tres o cuatro kilómetros a lo sumo.
Veo a lo lejos una autoestopista. Una macha roja y azul tejano. Tez pálida, aunque eso lo observo cuando decido detenerme para acogerla en mi auto.
Joven. Delgada. Pequeña. La mochila abulta mucho más que ella, pero la sostiene y coge con firmeza.
Sube agradecida al coche y una enorme sonrisa de perlas blancas me deslumbra mientras un rayo de sol del color del cobre rojo se estrella contra mi pecho. Me indica a dónde va, pero yo no oigo, no comprendo nada, y pienso que la desilusiono cuando le digo que voy a Enveitg, a unos pocos centenares de metros de donde la he recogido.
Por decir algo le he preguntado su nombre, pero no he entendido nada porque su nombre lo ha pronunciado en una lengua desconocida para mí, y yo empezaba a situarme en un estado cercano al catatónico.
Además hablábamos en francés.
La sangre se me apelotonaba en las sienes y fluía mucho mas rápido desde que descubrí, unos segundos antes, que sus ojos era verdes y ondulantes como un alga marina.
Gesticulando con unas finas manos que parecían alas de una tórtola rubia, luminosa, espléndida, jovial, radiante y feliz me preguntó si hablaba castellano y yo les respondí con estúpidos balbuceos y haciendo esfuerzos considerables por centrarme en la conducción que mi lengua materna es el catalán y el castellano la de mis estudios.
Y entonces, ella, la sin nombre, la sin destino conocido para mí, empezó a hablarme en un catalán delicioso y melodioso, catalán de palabras de miel y aromas de tomillo y hierbabuena, y yo solo supe preguntarle que de dónde era.
Suecia, dijo, mientras despedía destellos de esmeralda de unos enormes ojos verdes y pestañas largas de un rubio de plata y marfil.

Ya estábamos en Enveitg.

Habían pasado tres segundos, tal vez tres minutos, seguro, eso sí, tres instantes de almíbar y siseo de abeja de vitalidad de reina.
Paré el coche para que descendiese. Yo seguía narcotizado. Ausente. Superado.
Y se fue con su mochila a buscar a otro transportista con una sonrisa que bailaba en todo el valle y su media melena compitiendo con un sol algo mortecino de primavera de lluvias y nieves. Y su piel blanca blanquísima suplicando protección.

Ya en mi casa caí instantáneamente en la cuenta de que este mediodía se había subido a mi coche un ángel.
Salí corriendo alocadamente para recuperar el coche y buscarla y acompañarla al fin del mundo o al infinito celestial.
Ella era un ángel y yo no me di cuenta hasta pasado un tiempo irrecuperable e imperdonable.
Ya en la carretera ella no estaba.
Entonces recordé una frase que ella había dicho en nuestra breve conversación, cuando le indiqué que en muy poco tiempo la abandonaría, al llegar a la próxima población, Enveitg: “No importa. El camino se hace poco a poco, lentamente. Pero yo estaré en mi casa volando, en un suspiro de tiempo”.
Era un ángel y yo me enteré tarde, demasiado tarde, muy tarde. Ya había volado. Ya debía estar en su hogar.

Ahora que han pasado unas horas y he tranquilizado mi espíritu pienso que me quedan dos opciones: maldecirme por no haberla identificado antes, o pensar que solo algunos pocos somos los escogidos para ser visitados por ángeles blancos, rojos y vedes que despiden armonía, belleza, alegría, paz, tranquilidad y bondad.
Optaré por la segunda opción, porque así me lo enseñaron los ángeles de mi vida, ¡pero maldita sea mi estampa!