jueves, 21 de mayo de 2015

El miedo.

 
Jamás supe lo que era el miedo.
Ni de niño ni de adolescente, ni después de adulto, tuve nunca miedo de nada.
Esa sensación era totalmente desconocida para mí.

Apareció cuando la agonía de mi compañera.
A las veinticuatro horas de ingresar en el Hospital Clínico de Barcelona, cuando un médico deshumanizado, cuyo nombre afortunadamente olvidé, nos citó a mis hijos y a mí en su despacho y nos dijo que Susan tenía cuatro tumores cerebrales y que sólo se la podía asistir con cuidados paliativos a la espera de su muerte, y entonces apareció el miedo.
Fue exactamente en ese instante cuando conocí al miedo.

Me cuesta mucho describirlo porque me da miedo.
Es como un mareo en la boca del estómago, como un vacío en los pulmones, como un velo translúcido en los ojos, como un sudor frío en las manos y en la frente, como un castañeteo de dientes, como una  nausea dulce y adormecida en el cerebro que deja de situarse y te dice que no sabe dónde estás, como un escalofrío que no cesa y que te recorre el cuerpo entero.
Es desesperante porque agobia, porque se instala y cuesta mucho desalojarlo, porque te hace mirar al futuro con una desconfianza que corroe, porque provoca zozobra en la respiración, porque hasta te cuesta admitir que tienes miedo y así al miedo no se le puede hacer frente.
El miedo paraliza.
El miedo coloniza como el musgo cuando está húmedo y fresco, y después, cuando seca se transforma en una costra difícil de desprender.
El miedo es devastador y ciega ojos que lloran sin lágrimas y sin sollozos, porque el miedo las ha agotado con su furor y la quemazón que causa al que padece el miedo.

Han pasado años, y de golpe el miedo reaparece adoptando diversas formas.
A veces es como un aliento cercano y tímido, otras es como un viento huracanado que te despeina el alma, por la noche es como una bruja abrupta y sucia que se sienta en los pies de tu cama y que te amenaza con propinarte escobazos en la mente divagante y diluída en pensamientos narcotizados, y al llegar la madrugada es como el frío rocío que se desliza por tu pecho hasta reposar en el ombligo, para penetrarte y recordarte que ahí está, acechando tu espíritu, cohibiendo el alma, enquistándose en el corazón, martilleando el cerebro.

Hace unos meses que le robé el corazón a una hembra de tierras adentro, de las tierras de León Felipe, y lo anidé en un cobijo de plumas junto al mío, en el interior de mi pecho amainado por sus roces de porcelana.
Hace unos días me lo reclamó, y al entregárselo, mi corazón quedó como los peces que boquean sobre la brea de los maderos de las barcas de los pescadores de mi mar mediterránea.
Ayer, en la soledad del alba, cuando en otras ocasiones acariciaba su torso de piel de mujer deseada y las palmas de mi mano se estremecían en ese recuerdo, pensé si también debo devolverle las uñas que yo le comía mientras ella a mi lado dormía.

Me quedé largo rato en la cama en la posición recogida del erizo para profesar la religión del miedo.

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