El día de Navidad, mientras hacía tiempo antes de ir al
restaurante para celebrar el almuerzo familiar, y desde una terraza de
Barcelona, ví pasar una enorme nariz con una mujer corriendo detrás de ella. Me
pareció lógico y consecuente, ya que si la mujer no corría detrás de su nariz
corría el riesgo de caer de bruces sobre el duro asfalto por la simple fuerza
de la ley de la gravedad, ya que su nariz, y el peso de la misma, era con
evidencia meridiana grande. Sólo me entristeció pensar que aquella mujer estaba
destinada a correr sin parar y sin remisión toda su vida si deseaba guardar la
vertical de su cuerpo.
Inmediatamente después me invadió la idea, al margen de
aquella nariz y sus consecuencias,
de que tal vez se tratase de una de esas mujeres (también existe la versión
masculina) empecinadas en no olvidar la práctica del “footing” ni siquiera el
día de Navidad, y también pensé que es muy posible que lo hagan para practicar
la impertinencia con los tranquilos transeúntes o simplemente para desparramar sus sudores y así molestar
todavía más al vecino ocasional (los hay que incluso corren con un perro al
galope a su costado, y esos se llevan la palma del incordio urbano).
Aún así sonreí desde detrás de mi primera copa de vino tinto
del día.
Luego me olvidé de la
nariz y me dedique a observar la compra de lujosos turrones por parte de
una pareja de monjas con caras pícaras y golosas. Pensé que era evidente que ni
eran de clausura ni habrían hecho votos de pobreza, así que algún lujo puntual
no les estaba vedado. Sonreí tras el segundo sorbo del buen vino que consumía
junto con un pequeño bocadillo de jamón del país.
Después me entretuve, una vez abandonada la terraza, en un
quiosco de la plaza que domina mi barrio observando la ansiedad de la gente por
comprar prensa, sabedores de que al día siguiente no se editan los rotativos, e
imaginé que desconocedores de que para estar al día de las noticias de
actualidad se puede recurrir a la TV y a la radio.
Esta vez no me surgió una sonrisa porque recibí un codazo en
el vientre del viejo que porfiaba por hacerse con el sitio que no le
correspondía para pagar sus diarios, y que ahora caía en la cuenta que llevaba
un rato molestándome considerablemente. El codazo siguiente se lo propiné yo
con un aspaviento innecesario de mis brazos, y cuando ví su expresión de
disgusto teñida de un ligero dolor no brotó la sonrisa en mis labios sino una
pequeña carcajada que rozaba lo macabro y que casi me descoyunta la mandíbula,
porque caí en la cuenta de que la quiosquera se partía el pecho de la risa ya
que había visto mi codazo intencionado aunque sabía que estaba exento de la
maldad que parecía haber causado.
Después de pagar el diario que me había encargado mi cuñado
(yo decidí no hacerme con ninguno por simple coherencia intelectual tras lo
meditado entre codazos) me dirigí tranquilamente hacia el restaurante donde
solemos comer la familia el día de Navidad, con la seguridad constatada en
infinidad de ocasiones, y esa mañana había sido una de ellas, de que la
observación es una de las grandes fuentes de aprendizaje y conocimiento de la
humanidad, y con la seguridad de que después de que la comida familiar fuese
perdiendo, paulatinamente a su desarrollo, la armonía inicial constataría a la
altura de los postres y los brindis la aparición irremisible de serias disputas
familiares y algún que otro pequeño desprecio entre nosotros, hermanos, suegra,
cuñados y cuñadas (naturales y postizos) y sobrinos y sobrinas.
Y así, entre improperios y encontronazos sin más
importancia, finalizaríamos la acostumbrada celebración del día de la Navidad.
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