Ahora que ya empezó el mes de mayo, “florido mayo” lo tituló
el escritor andaluz ya fallecido Alfonso Grosso, quiero quedarme muy muy quieto
para ver si una pareja de golondrinas me escogen y anidan bajo el techo de mi
casa ceretana, porque así podré disfrutar de los círculos que las jóvenes crías
de golondrina dibujarán en el cielo de mi jardín, sobre las fresas y las
cebollas, sobre el perejil y el romero, sobre los ajos y los pepinos, sobre los
claveles de moro y las begonias de hoja de color verde alga y pétalos
escarlata, sobre el césped húmedo de rocío que descansa y relaja mis pies
descalzos.
Me emociona ver volar las golondrinas en su vuelo de bólido
de bala, vuelo rasante y zigzagueante del inicio de la lluvia de mosquitos que
precede al aguacero de lluvia fina y cristalina de agua de la primavera.
Se me inundan mis ojos de colores translúcidos y brillos de
emoción cuando las golondrinas en sus quiebros y requiebros de vuelo alto ahora
y raso después muestran su cuerpo del color del ajedrez y su inteligencia de
ajedrecista profesional.
Me asombra su vuelo silencioso como me asombra en invierno
el sigilo de la caída de la nieve, me impresiono al contemplar su seca y
perfecta frenada al acceder a su nido en construcción por su pico arquitecto
inundado de baba pegajosa y pajitas silvestres y hierbas muertas que darán el
calor de la vida a sus crías.
Me fascina pensar que es muy muy posible que, si yo y el
techo de mi casa de pueblo somos escogidos por una de las parejas de
golondrinas que sobrevuelan mi jardín, el año que viene las mismas aves nos
visitarán de nuevo para sellar para siempre nuestra amistad.
Permanezco quieto, muy quieto, no hago ruido, casi ni
pestañeo, porque el vuelo alegre de una golondrina aletea libre en mi pecho
mientras yo aprieto mi cerebro y mi pensamiento para que se cumpla mi deseo.
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