domingo, 21 de enero de 2018

Ricard Jordana, in memoriam (II).



Recibo mucho a cambio de lo poco que doy.

Ayer me he desplacé al Tanatorio de Les Corts de Barcelona para despedir al Profesor Jordana, al sabio Ricard Jordana.

Y su viuda me esperaba, y sus dos hijas y sus nietos, y yo no hacía otra cosa que llorar y moquear abrazado a una trémula Maria Dolors que sólo hacía que decirme “Paco, no em deixis, no t’oblidis de mi, jo t’estimo” y yo no podía pronunciar palabra y la vergüenza me asomaba por todos los poros de mi piel y no quería dejar de abrazarla porque no sabía qué hacer conmigo entero.
Y ella insistía con “digam que en vindràs a veure, i dinarem plegats i pasajarem agafats de la mà i xarrarem de l’amor fins que no puguem mès, perque nosaltres sabem el que és estimar profundament”, y yo notaba que me deshacía en nubes de agua salada de un cielo gris con estrépitos de sol que homenajeaban a gritos al Maestro, y mi llanto empezaba a ser sonoro y sincopado y notaba que nos miraban, que éramos observados por los asistentes a las exequias, que miraban nuestro abrazo estrecho y sincero y sencillo, aunque la verdad es que creo que nadie nos miraba.

Y después, sus nietos, ya dos “humanots”, a mí me abrazaban con una ternura inmensa y a su abuela acariciaban como sólo saben hacerlo los hombres de corazón generoso.
Y las hijas me arrollaban con sus zalameros lamentos y las súplicas de que a su madre cuidase y yo me comprometía sin saber de los deberes y exigencias de los compromisos, y me destrozaban cuando me decían “a cau d’orella” que su madre me adora y su padre me admiraba porque conocía de mi amor y entrega a la niña de mi alma, y yo creía que me desvanecía y no quería porque yo allí sólo era el vecino de la escalera que Susan pintó con toda su ternura.
Y los hombres de las hijas me daban palmadas gigantescas en la espalda y me animaban a cuidar de Maria Dolors, y yo abrumado respondía entre mocos de agua tibia que allí estaría y no fallaría y la duda me absorbía y el cerebro se me entumecía y mi alma se encogía.

Luego pensé en la huída, pero mis piernas paralizadas me retenían hasta que Maria Dolors se me acercó i oí, muy flojito, casi como un soplo de aliento masticado con extrema lentitud, que me decía que partiese de nuevo hacia la Cerdanya ya que a otros falta haría y que además apreciaba que en mi rostro el cansancio aparecía.

Y me fui con el cielo ya encapotado del atardecer de enero posándose sobre mis hombros fatigados y mi alma estremecida.

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