Había una vez un avestruz que se olvidó de volar y decidió,
mientras contagiaba su fobia aérea a sus semejantes, dedicar todos sus
esfuerzos a la noble tarea de conseguir que su estirpe fuese tan famosa como la
de sus parientes lejanas las cigüeñas que traen a los niños de París, y así se
labraron un lugar en la historia y pasaron a la posterioridad.
Y fue entonces cuando se puso a pensar qué podía hacer.
Y mientras pensaba y se atribulaba por la falta de ideas que
surgían en su minúscula cabeza se deprimió y hundió la cabecita que acogía su
cerebrito en la tierra, y al sacarla al rato para respirar cayó en la cuenta de
que allí permanecía el agujerito redondo y que por tanto acababa de inventar el
juego del golf.
Se alegró tanto que salió corriendo a grandes zancadas para
comunicar su invento a todos los avestruces de Africa y del mundo entero, y
mientras así lo hacía iba construyendo agujeritos redonditos con su pequeña
cabeza que se iban llenando de grupos de humanos que con un palito intentaban
meter una bolita en sus agujeritos.
Eso era señal inequívoca de que su invento era un gran
acierto, porque incluso llegó a ver equipos de televisión y locutores de radio
con micrófonos en sus manos siguiendo a aquellos humanos que con su palito
daban golpes a las pelotitas para meterlas en los agujeros que con su cabeza
había fabricado, y cuando lo lograban se abrazaban y se besaban y parecían
todos muy dichosos.
Pero la historia no siempre es justa, a veces incluso es
injusta, y al avestruz nunca le fue atribuido el invento y es por eso que todos
los avestruces siguen hoy en día haciendo agujeros redondos con la cabeza en la
tierra, y algunos desalmados dicen de ellos y ellas que lo hacen para
esconderse y así no enfrentarse a la realidad, cuando lo que hacen es persistir
en la reclamación de la autoría de su invento, invento que les permitiría pasar
a la posterioridad.
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