sábado, 28 de octubre de 2017

Greguerías de un inconformista (XXVI).

 
Me preguntaba una amiga si ya me había instalado en la nueva habitación en mi casa, y le respondí que todavía no porque las adecuaciones que estoy haciendo en mi próximo habitáculo me las tomo con mucha despaciosidad, para aprender a vivir con ella y disfrutar en mayor medida de la vida.
Ella me contestó que le gusta el término despaciosidad y que a ella le entusiasma combinar la despaciosidad con la celeridad.
Despaciosidad.
Término inexistente en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.
Sin embargo sí existe celeridad, demostrando una vez más que hasta el Diccionario vive a sentencia de la vida misma, al dictado de sus leyes.
Mi amiga me dice que despaciosidad es término de mi imaginación y que le encanta porque le transmite espacio en el movimiento.
Espaciosidad, que tiene una letra menos que despaciosidad, sí existe, y significa anchura, amplitud.

Pienso que despaciosidad transmite tranquilidad y sosiego y eso sí lo busco desde que abandoné la celeridad y agresividad de la publicidad, y pienso también que la despaciosidad se mide en función de la especificidad de cada uno: la tortuga de la fábula de Esopo es más rápida en su carrera que la liebre (que se entretiene en la burla de su competidora), o la tortuga y el talón de Aquiles, que por mucho que corra y se esfuerce, siempre llegará rezagado una diezmiltrillonésima fracción de segundo (y no por malgastar energía maldiciendo a Zenón de Elea) respecto de su contrincante, según nos explica Augusto Monterroso.
O como dice el refranero, “no por mucho madrugar amanece más temprano”.
Y también, “vísteme despacio que tengo prisa”.

La despaciosidad la aprende uno.
La celeridad te la demandan los demás.
La despaciosidad relaja.
La celeridad exige.

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