domingo, 11 de noviembre de 2012

Domingo de noviembre.


Es domingo en Barcelona y supongo que en todas partes también es domingo.
Llueve. Bastante. He bajado hasta la Plaza para comprar la prensa y llueve bastante.
He regresado mojado como un pollo.
No sé desde cuando pero parece que los pollos se mojan y deben mojarse mucho porque eso decimos cuando nosotros nos mojamos mucho, o sea como un pollo.
He quedado con mi hijo mayor, el menos pollo de los dos, para comer una paella en su casa, en Terrassa, pero ahora no voy a salir porque hacer el pollo dos veces en un día sería demasiado.
Y en casa me he puesto a revolver en un armario.
Y en un armario he encontrado una cartera antigua que usaba yo.
Y en la cartera una foto suya.
Está preciosa.
De medio perfil, con su mano izquierda en actitud pensativa, quiero decir que su mano izquierda dice que ella está pensativa. Es cuando la mano se ubica encima de la boca como para que los pensamientos no se escapen por ahí, porque hay que masticarlos un poco antes de expresarlos.
Viste camisa blanca y su muñeca luce el reloj amarillo de Tous que mi hermana le regaló cuando cumplió cincuenta años y sólo le faltaban cinco para morir.
Es el mismo reloj que ahora llevo yo en mi muñeca izquierda.
Refulge en el dedo central de la mano que medio tapa su boca el anillo de tres oros que son tres anillos entrelazados y que tanto le gustaba, porque decía y explicaba que el oro blanco me representaba a mí, el oro viejo a Jerónimo y el oro claro a Aleix, los tres hombres de su vida. Ese anillo lo tiene ahora Conxa porque yo se lo regalé porque Aleix es su ahijado y porque ella era su amiga y porque nosotros tres somos hombres importantes en su vida.
En el dedo anular su anillo de casada, de casada conmigo, de oro blanco, el que llevo yo desde su muerte en mi dedo meñique haciendo compañía al anillo de oro amarillo de Cartier que le robé cuando la conocí y que era regalo de su primo panameño y de dinero.
Y junto a ese dedo de casada el dedo meñique descansa tranquilo, ese dedo amado con el que yo jugaba en multitud de ocasiones porque era estrechito, fino y lindo, suave, de almohadilla de gatito.
En el escote una brizna de oro que cuelga de una cadenita resalta entre sus manchitas ocres y tostadas.
En la sien le apuntan unas canas que ella escondía y que a mí me encantaban.
La mirada con la rayita verde y el rimmel negro en las pestañas se dirige hacia la Sierra del Cadí que identifico porque a su espalda se apunta parte de la puerta de la cocina de su casa de Enveitg.
Mira sin mirar. La mirada perdida  en la montaña. Plácida. Tranquila. Sosegada. Relajada.
¡ Cuanto daría hoy por saber que pensaba !
He corrido a la copistería de Sarriá que abre los domingos por la mañana protegiendo de la lluvia la fotografía y cuando la he ampliado se me ha mezclado la lluvia en mis ojos.
Le regalaré la ampliación a mi nieta este mediodía de paella, la nieta a la que prometí que un día de su abuelita le hablaría.

1 comentario:

  1. Gran artículo Paco, como se echa de menos a los seres queridos...
    Un fuerte abrazo desde las Cantabrias profundas.

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