viernes, 4 de julio de 2014

Ella.


Noches de sueño liviano con ella.
Sueños despiertos y despejados de somnolencia de cada noche con su compañía.
Sueños y sudores de ansiedad y congoja desde que ella se derramó sin lágrimas delatoras, sin lágrimas de la partida, sin lágrimas del desconsuelo.
Pero partió. Sin una lágrima. Ni oscura ni clara. Partió con sonrisa diáfana instalada en su bello rostro. Sonrisa rojiza de pelirroja enamorada.
Partió sólo con una cálida mirada que depositó en mis retinas para siempre, dulce y calentita, calentita y golosa, golosa y zalamera, de ensueños de quereres y amaneceres y atardeceres de abrazos y besos lentos como el agua de la lluvia de la primavera. También del otoño dorado.

Ella me quería tanto que casi olvido querer por la fuerza de ser amado.
Yo la amaba descorazonado, vomitando nauseas por no saber hacer más por ella. Ella que necesitaba que le cediese una parte de mi cerebro para eliminar sus tumores del tamaño de la castaña y la maldad del diablo.

Pero no sabía cómo se hacía eso por ella. Yo no podía aunque me hubiese mi cerebro extirpado sólo por ella. Por su melena. Por su ojos de mirada cristalina y noble, abierta. Por sus manos de uñas rojas del rubí y sus pechos inhiestos de bondad desparramada entre los que a ella la necesitaban. Ella, que no aprendió las dos letras del no para nadie y que yo intento imitar ahora que ella vuela entre las nubes volátiles de la paz.

Ella era el silencio que yo amaba y que no encuentro en estas horas de penuria y ausencia.
Ella era el remanso de paz que necesitaba y que no hallaba más que con ella, en sus brazos y enroscado en sus piernas y presionado por sus pechos cálidos y su piel del naranja enrojecido del melocotón del agua.

Embebido por sus besos.
Ella era la que me bañaba del verde primavera de sus ojos que era el del frescor de la hierba del rocío del amanecer con la luna en lucha por no marchar y del sol por ganarse su vida de cada día.

Ella era el sueño y el descanso que yo cuidaba cada noche con mi mirada abandonada en sus párpados cerrados y en sus labios húmedos de mis amores de rubí y perlas y nácar y pasión desenfrenada.

Ella me besaba cada noche con la tranquilidad del sosiego a punto de conciliar el sueño y me despertaba con el mesar amoroso de mi cabello.

Ella depositaba su sonrisa angelical en cada una de mis lágrimas oscuras.
Ella besaba algunas de mis sonrisas negras cuando la creación se me resistía y ahora roja de sangre de la ausencia en estos días malditos.

Ella era la transparencia opaca que yo amé año tras año de vida entrelazada. Transparencia que siempre era capaz de ocultar sentimientos profundos e insondables para mi pensamiento y para mi alma atormentada.
Ella era la opacidad transparente del misterio que solo tienen las mujeres bellas como bella era ella.
Transparencia que me regalaba en la risa diáfana que le contagiaba mis tonterías y mis juegos de amante amador de sus amores.

Ella era, porque así era, y por eso yo la amaba y así la quería.
Ella.
Ella.

Qué ausencias sin ella.
Siempre ella.
Por siempre ella.

Ella.

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