Tengo por costumbre enviar un e-mail cada mañana dando los
buenos días a mujeres a las que quiero, admiro e incluso a alguna de ellas
deseo.
Los que me conocen bien saben que una de mis pasiones es jugar.
Y esta mañana de domingo descaniculado he jugado a no enviar
mis buenos deseos diarios, para comprobar reacciones si es que éstas aparecían.
Decidí no dar los Buenos Días a ninguna de esas casi docena de mujeres que aprecio y amo y a las que cada día deseo
buenaventuranzas que surgen de la profundidad de mi corazón.
Tenía interés en ver que sucedía. ¿Y que sucedió? Nada. Nada
de nada.
Ninguna de las mujeres de mi alma respiró ni contactó
conmigo añorando mis salutaciones matinales.
Nadie, ninguna,
hizo nada. Ni un solo gesto.
Concluyo en mis oscuros pensamientos que les importa un
pepino mis deseos de jornadas felices y con bienestar para ellas y lo suyos.
Por tanto, la lógica me dice que abandone esta práctica
diaria que a mí me requiere un cierto esfuerzo, aunque sea exclusivamente de
memoria, y cuya valoración es nula.
Pensaba equivocadamente que algunas de ellas, todas no, por
dios, esperaban mi mensaje con alguna ilusión por los buenos deseos que para
ellas reclamo cada día.
Parece que no. Que no es así.
Hasta puede que alguna piense que ya estoy, como cada
mañana, dando la lata con mis mensajitos de las narices.
Hasta a la que más que quiero levantar el ánimo con mis
mensajes matinales, y qus es la que más necesito, de alguna manera
me dice con su no respuesta que no existo.
Esta tarde me he ido a la Iglesia de Sarriá, me he sentado y
simplemente allí he estado un rato, largo, largo, muy largo para mi impaciencia
natural, porque necesitaba oír el
silencio que allí se respira y oler el incienso que allí se quema.
No sé si me ha serenado o me ha sublevado, pero allí he
estado sentadito.
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