miércoles, 13 de agosto de 2014

Cinco años y algo más de muerte.

 
Hace unos días que se cumplieron cinco años de la muerte de Mamá.
En el primer mes del mismo año falleció mi compañera porque las mujeres que de mí cuidaron empezaban una nueva vida o deseaban que fuese yo el que una nueva vida huérfana iniciase.
¿Deseaban lágrimas de piedra en mis ojos o corazón de granito en mi pecho? ¿O que mis amores fueran para otras personas?

Hace unos días que Mamá me decía, cuado yo perdía la vista en las montañas, que mi alma es la del niño que necesita a su mamita.
Y lo decía porque sabía que yo hablaba con las nubes que peinaban la Sierra del Cadí, desde el verde del prado del jardín de Enveitg junto a la huerta de mi casa ceretana.
Me decía que al final me enseñó a llorar como ella, en silencio, en secreto, y se reía discretamente y siempre escondiendo su boca con los deditos de la palma de la mano y con sus ojitos de lágrimas de chinita pequeñita.

Yo le decía muy bajito que me gustaría explicarle en un soplo en su oído tantas y tantas cosas que se me atolondran en la cabeza.
Le explicaría cada una de las arrugas que asoman en mi rostro como las naranjas bordes que son las amargas de la confitura que preparo los primeros meses del año porque coinciden con los de mi amargura.

Meses después de su partida surgió el cobijo allí donde pude entregar y amar pero ese cuerpo y ese alma ni rozar se dejó, roces de cariño y de cercanía que no de proximidad de ansias de permanencia ni de mayor presencia. Parecía que la caricia en arañazo agresivo se convertía. La humedad y el agua de sal de la mar que ama se volvió rasguño doloroso y áspero en la palma de mi mano que no aspiraba más que a mitigar dolores de silencio que las entrañas encarcelan y aprisionan sin permitir el fresco del viento y la brisa compartida.

Descubrí que la mujer de la humedad es huraña y huidiza de mi piel, que no de otras pero en su elección está su derecho, pero apareció la de secano de tierra de cicatriz de agua de río que se amansa en su cuerpo de pantano.

En la de las humedades quise bañar y sumergir mi cuerpo y la de secano trajo consigo la pasión que no es más que el deseo de la calcinación aunque la alivie el meandro de agua fresca y clara que desciende desde la razón y alcanza hasta el corazón.
Le enseñé al atardecer como besan de frente los cocodrilos y su labio tembló al recoger la flor roja del rubí de ese beso, y al caer el sol y asomar la luna le mostré el beso ruso, ese que como las muñecas de su país se esconden uno en el interior del otro y el escalofrío hizo suyo su cuerpo entero.
Al alba le pedí que mientras nos amábamos me mirase los ojos como yo miraba los suyos porque el alma que habla con los ojos también puede besar con la mirada y porque un mirón se convierte en alguien mirando cuando el otro le devuelve la mirada.
No dormimos ni descansamos en toda la larga noche de duermevela y caricias y besos y labios y humedades porque atendíamos el curso de los meandros del agua fresca y la claridad de las transparencias que habitaban nuestros ojos que se contemplaban en esos largos sueños que gozan los cuerpos despiertos y que reposan juntos mientras el dormir hace el amor con ellos.

El despertar a la luz del sol fue el placer de los cuerpos desnudos que se han conocido y amado y se sientan en el resquicio del lecho mientras las miradas cómplices y furtivas arrancan sonrisas y repiten caricias y carantoñas de amorosa fatiga.
El placer de la fusión de los cuerpos alumbra inocencias perdidas y enciende retinas que desechan miradas torvas de resquemores adquiridos, de mundos pegajosos de envidias cultivadas por supervivencias ancestrales.

Se sucedieron las semanas y algunos encuentros que supieron mantener y alimentar pasiones de tacto húmedo y miradas inescrutables para el profano, y la dicha alumbró el firmamento de tal manera que una estrella de una constelación decidió adoptar el nombre del ángel de secano surcado por el agua nítida y cristalina de las cimas blancas que al cielo aspiran.

Los cuerpos se fundían y se conquistaban.
Las almas se amaban y las humedades de las lenguas se enroscaban.
Las manos jugaban con los tactos sensibles de las intimidades compartidas.
Las miradas destilaban rocío de las profundidades de las cavidades que las albergan.
Los corazones brotaban sangre y los cerebros radiaban ondas de luz del amor enredado en madeja de armonía multicolor.
Pero un cuerpo no resistió.
Y enfermó.
Dicen que tratado no presenta mayores problemas.
Todo lo que precede a la muerte se trata, hasta que el tratamiento finaliza.
No estoy ahora pensando en muerte física, estoy pensando en la aparición del desengaño, en la presencia de la precaución, en el ser desestabilizado que requiere del cuidado, en la atención sin desmayo ante signos antes inadvertidos por inapreciables, en las libertades cercenadas, y sobre todo, en el desencanto que la fortaleza de uno provoca en el otro, en esa angustia que es mala compañera, en esa mirada avizora latente en la pupila del que vigila, en ese corazón que se aprieta como un puño y en ese estómago que se encoge como regado con el jugo del limón.
No todo ser está preparado para ello.
¿Lo estará esa estrella de la constelación de Pegasus que decidió ser conocida como MarMarNegro?

Mi Mamá me dice, bajito, en un susurro casi imperceptible junto a mi oído, que en una nube de algodón muy suave y liviano se acercará para unos mimos regalarle a la mujer de secano y meandros de agua fresca que alivian y atemperan el fuego de mi alma enamorada.

Ven pronto, Mamá, y si puedes venir acompañada de Susan, ella, mientras tú prodigas tus mimos con la porcelana de la piel de la palma de tus manos, le podrá explicar a la de las tierras del interior de qué pie cojeo, y mi dicha será enorme y mi sonrisa alcanzará todas las constelaciones y todas las estrellas de las galaxias que nos albergan.
Yo prometo contemplaros sin derramar más que alguna minúscula lágrima de alegría.

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