domingo, 27 de agosto de 2017

Cada uno con su quimera.

 
En una planicie polvorienta, sin caminos, sin hierba, sin plantas ni flores, sólo tierra árida, guijarros y piedras, del color de la arena descolorida, tierra absolutamente yerma, me encontré con un puñado de hombres que caminaban vestidos con traje y corbata y zapatos negros por aquellos parajes desérticos.
Todos y cada uno de ellos cargaban sobre la espalda con un bulto que hacía que se desplazasen con lentitud, encorvados y agobiados por lo que parecía un enorme peso.
Le pregunté al primero que se cruzó en mi camino qué transportaban en sus espaldas y me contestó que cada uno llevaba consigo su quimera.
Para cerciorarme de la veracidad de su respuesta lo mismo le pregunté al segundo con el que coincidí en el camino inexistente, y al tercero, y a unos cuantos más, y todos me respondieron que cada uno transportaba su quimera.
Uno de ellos además añadió que la quimera no consistía por sí misma en un peso excesivo, ya que era inerte, pero que los envolvía y oprimía como si tuviese vida.
Y debía ser verdad, porque a pesar de que mostraban rostros serios y signos de cansancio, en todos ellos se adivinaba un apunte de sonrisa en sus labios y un cierto resplandor de luz en sus pupilas hundidas en los cuencos de sus ojos.
Pensé en preguntarle a dónde se dirigían, y así lo hice con varios de ellos.
Siempre obtuve la misma respuesta, que fue que no sabían a dónde iban, que no tenían ni idea de a dónde sus pasos los dirigirían, pero que algo, algo así como una fuerza vital e invencible, les impulsaba a seguir el camino no dibujado en ningún terreno.

Me quedé sin saber qué decir, hasta que una ligerísima ráfaga de viento me trajo consigo una pregunta, que decía que si no sabían a dónde iban, tal vez sí supiesen de dónde venían.
Y sí, resultó que lo sabían todos ellos, sin excepción alguna, porque dijeron que venían, procedían y pertenecían al Mundo Occidental.

En ese mismo momento caí en la cuenta que yo también vestía traje y corbata y zapatos negros, y que de igual forma y manera que ellos portaba en mi espalda un bulto que se parecía a las quimeras del resto de deambulantes, porque yo también deambulaba sobre la misma tierra yerma.
Pero yo desconocía mi quimera, y todo me hacía pensar que mis acompañantes sí conocían el contenido de sus bultos.
Cogí mi quimera entre mis manos y observé que no era más que el dibujo de un cactus en un papel encima de una frase que rezaba “Lo encontrarás”.

Tras un breve estupor y una no más breve reflexión comprendí que aquella tierra inhóspita en la que me encontraba algún día me depararía y descubriría la existencia de un cactus, y que yo sabría que en esa planta grasa de dura corteza y ásperos y afilados pinchos se haya tanto el ungüento que ayuda a la sanación de las heridas externas como en su interior el agua que apacigua las llagas del alma y la sed del corazón.

Y comprendí que el mensaje era de una claridad meridiana, y decía algo tan simple como que debía perseguir mi quimera, y para ello me resultaría imprescindible mantener la sonrisa en mis labios y la luz en mis ojos cansados, que son los hermanos gemelos de la ilusión y la esperanza.
Y que a pesar de que yo mismo y mis otros compañeros de viaje bien sabemos que Occidente se muere por el abandono de sus valores y sus principios éticos y solidarios (igualdad, solidaridad, fraternidad), es precisamente por ello que debemos buscar aquello que nos impulse a construir una sociedad mejor que esta actual que fenece entre delirios mentales de unos pocos.

Sin camino, en tierra yerma, árida y seca, prosigo la búsqueda de mi cactus, que no es más que la ilustración de mi quimera.

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