miércoles, 27 de diciembre de 2017

Greguerías de un inconformista (XLIII).

 
El día de Navidad, mientras hacía tiempo antes de ir al restaurante para celebrar el almuerzo familiar, y desde una terraza de Barcelona, ví pasar una enorme nariz con una mujer corriendo detrás de ella. Me pareció lógico y consecuente, ya que si la mujer no corría detrás de su nariz corría el riesgo de caer de bruces sobre el duro asfalto por la simple fuerza de la ley de la gravedad, ya que su nariz, y el peso de la misma, era con evidencia meridiana grande. Sólo me entristeció pensar que aquella mujer estaba destinada a correr sin parar y sin remisión toda su vida si deseaba guardar la vertical de su cuerpo.
Inmediatamente después me invadió la idea, al margen de aquella  nariz y sus consecuencias, de que tal vez se tratase de una de esas mujeres (también existe la versión masculina) empecinadas en no olvidar la práctica del “footing” ni siquiera el día de Navidad, y también pensé que es muy posible que lo hagan para practicar la impertinencia con los tranquilos transeúntes o simplemente para  desparramar sus sudores y así molestar todavía más al vecino ocasional (los hay que incluso corren con un perro al galope a su costado, y esos se llevan la palma del incordio urbano).
Aún así sonreí desde detrás de mi primera copa de vino tinto del día.

Luego me olvidé de la  nariz y me dedique a observar la compra de lujosos turrones por parte de una pareja de monjas con caras pícaras y golosas. Pensé que era evidente que ni eran de clausura ni habrían hecho votos de pobreza, así que algún lujo puntual no les estaba vedado. Sonreí tras el segundo sorbo del buen vino que consumía junto con un pequeño bocadillo de jamón del país.

Después me entretuve, una vez abandonada la terraza, en un quiosco de la plaza que domina mi barrio observando la ansiedad de la gente por comprar prensa, sabedores de que al día siguiente no se editan los rotativos, e imaginé que desconocedores de que para estar al día de las noticias de actualidad se puede recurrir a la TV y a la radio.
Esta vez no me surgió una sonrisa porque recibí un codazo en el vientre del viejo que porfiaba por hacerse con el sitio que no le correspondía para pagar sus diarios, y que ahora caía en la cuenta que llevaba un rato molestándome considerablemente. El codazo siguiente se lo propiné yo con un aspaviento innecesario de mis brazos, y cuando ví su expresión de disgusto teñida de un ligero dolor no brotó la sonrisa en mis labios sino una pequeña carcajada que rozaba lo macabro y que casi me descoyunta la mandíbula, porque caí en la cuenta de que la quiosquera se partía el pecho de la risa ya que había visto mi codazo intencionado aunque sabía que estaba exento de la maldad que parecía haber causado.

Después de pagar el diario que me había encargado mi cuñado (yo decidí no hacerme con ninguno por simple coherencia intelectual tras lo meditado entre codazos) me dirigí tranquilamente hacia el restaurante donde solemos comer la familia el día de Navidad, con la seguridad constatada en infinidad de ocasiones, y esa mañana había sido una de ellas, de que la observación es una de las grandes fuentes de aprendizaje y conocimiento de la humanidad, y con la seguridad de que después de que la comida familiar fuese perdiendo, paulatinamente a su desarrollo, la armonía inicial constataría a la altura de los postres y los brindis la aparición irremisible de serias disputas familiares y algún que otro pequeño desprecio entre nosotros, hermanos, suegra, cuñados y cuñadas (naturales y postizos) y sobrinos y sobrinas.

Y así, entre improperios y encontronazos sin más importancia, finalizaríamos la acostumbrada celebración del día de la Navidad.

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