(Estas breves letras quiero
dedicárselas a mi hijo Aleix, con el que he hablado esta noche para preparar la
presentación de mi libro “Las mujeres de vida. Prosa poética cromática” en su
población de adopción, Tarancón (Cuenca), conversación en la que me ha
confesado que no puede leer mi manuscrito porque sus ojos se le anegan de las
lágrimas que su madre le regaló).
Aleixet, hijo mío, con nombre de plata y solidez de
mercurio.
Tu madre, durante su calvario de cuarenta días y en la
pulcritud transparente de su muerte y antes de que el tratamiento químico se la
robase, le cayó, en una madrugada silente, caliente e incandescente, y con la
lentitud de la grandeza de dama hecha
de la piedra preciosa de la esmeralda, una única lágrima de oro que se
deslizó lentamente por su mejilla acariciando cada una de sus pecas de rubí, y
se depositó en mi alma para que yo la guarde para toda mi vida ausente,
presente a veces, latente en ocasiones, vibrante cuando ella me dice que así me
muestre, como el enorme y último
tesoro con el que ella me obsequió.
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