Ayer me senté de nuevo en mi terraza favorita de Llívia.
Normalmente voy cada día a hacer la birra, pero acostumbro a
sentarme en la pequeña barra que hay en el interior, porque me siento más
cómodo ya que no hace tanto calor y no sopla el viento que me dificulta la
lectura de la prensa, aunque últimamente he visitado la terraza más de lo
acostumbrado acompañado por una amiga, María Valor.
Hoy, yo solo aposté por la terraza, tal vez porque no
llevaba ni diarios ni libro alguno, y me apetecía contemplar ya casi los
estertores de los últimos veraneantes que molestan la Cerdanya, aunque los de
la hostelería hacen, y nunca mejor dicho, su agosto.
Y de repente, pensando en los temas que rondaban mi cabeza,
caí en la cuenta de que debo seguir con mi lento aprendizaje del silencio,
concretamente de cuándo debo guardar silencio, porque hay situaciones que
requieren de la contención.
Pero en demasiadas ocasiones mi espíritu indomable me
traiciona, y aún no queriendo hablar ni pronunciarme, hablo y me pronuncio.
¡ Cuánto me cuesta silenciarme !
Debo proseguir con mi aprendizaje.
Guardar silencio en algunas situaciones es signo de
sabiduría, tanto en las ocasiones en que el contrario no merece réplica como
cuando el opositor es incapaz de entender razonamientos lógicos y sencillos.
Pero es bien cierto que no todo el mundo goza de la
capacidad del discernimiento que creí aprender de los jesuitas, y creo que
otros muchos alumnos que por esa escuela de vida pasaron tampoco supieron
asimilar ese concepto en toda su dimensión.
Sólo saben utilizarlo algunos privilegiados, y tal vez yo no
me encuentre entre ellos.
Pero seguiré intentándolo, seguiré aprendiendo.
Una inoportuna mosca con aires kafkianos me despertó de mi
ensimismamiento y decidí consumir mi cerveza tibia y pedir otra fresquita antes
de regresar a mi Casa Alma de Enveitg.
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