lunes, 15 de agosto de 2016

Relámpago mental desmantelado (XLIX) y/o el enfado.


Estaba, como muchas otras veces, sentado en mi terraza favorita de la Cerdanya, en Llívia. No es ahora la mejor época del año, porque agosto está lleno de “pixapins” (así llaman a los barceloneses con segunda residencia las gentes de este valle), y para pedir una cerveza tienes casi competir con media terraza.

La morena que me atiende con asiduidad, de la República Dominicana, algo rancia de trato pero tremendamente agradable conmigo, se me ha acercado para averiguar si deseaba una caña, como de costumbre, mientras renegaba de los turistas exigentes y poco dados a la espera.
Y de sopetón me ha soltado: “Tú, ¿no te enfadas nunca, Paco? ¿Estás siempre de buen humor?”
Le he contestado que sí, que suelo estar de buen humor, pero que alguna vez me enfado, aunque cada vez menos, y si lo hago, es conmigo mismo, por no haber cumplido con algún compromiso adquirido con mi propio yo.

Después de servirme la cervecita fría y sonreírme con esos dientes blancos que relucen en su cara negrita y bonita, y después del primer sorbo, largo, como siempre me recomendaba mi padre que debía ser el primero (los siguientes, ya sorbitos), me he pensado mejor si mi respuesta de que casi no me enfado nunca era cierta o si era simplemente un brindis al sol que yo mismo me hacía.
Creo que es verdad que me enfado ya poco: las dos últimas veces me agotaron, al estilo de aquellos que dicen que ya no lloran porque derramaron todas las lágrimas posibles.

La penúltima vez fue cuando una ribereña, de geografía más cercana al Atlántico que al Mediterráneo, me mostró su cobardía e incomprensión y me dio largas hasta a la amistad (la cama ya entiendo que no la desease, pero eso es otra historia que de momento me reservo para respeto de mi intimidad, y la suya, claro está), pero fue un  enfado menor y pasajero, unos meses, aunque aún pienso en ella y en lo mal que lo hice todo.

El anterior enfado sí que fue con el mundo entero, conmigo y con todo lo que se menea por este mundo, porque fue cuando Susan falleció y yo no entendí nada de nada (todavía no se si lo entiendo ahora, a pesar de que una amiga, y muchas otras y otros que me quieren, de mi alma me ha intentado explicármelo hasta la saciedad, hasta que yo le he dicho que sí, que lo entiendo, aunque no sea del todo cierto).
Me decían, me dicen, que debo superarlo por mis hijos y por mis nietas y por ellos, mis amistades que adoro y que se que me adoran, y decidí, en muchas ocasiones y por una vez en mi vida, hacer caso a lo que me decían y recomendaban.
Aunque no sea del todo cierto lo que escribo, lo de hacer caso, porque me puede mi individualismo recalcitrante, pero hago como que sí, porque entiendo que mi pena cansa ya a los demás, porque hasta yo estoy agotado de tanto hablar y pensar en y sobre ello.

Antes decía que hay quien manifiesta que ya no puede llorar más porque todas sus lágrimas se agotaron con sus sufrimientos y padecimientos padecidos y sufridos.
Yo también digo que a mí me sucede lo mismo.

Pero no es cierto.
Yo sigo llorando, todos los días, todas las noches, todos los amaneceres, todas las puestas de sol, ante el mar, ante el correr del agua del río, ante el vuelo rasante de la golondrina, ante la amistad, ante la belleza de una mujer y, sobre todo, ante los recuerdos del ángel que cuidó mis días y mis noches por amor y entrega infinitas.

Por eso vivo, para recordarla y algún día, que ya no es muy lejano, poder explicarles a Paula y Susana quién era su abuela, porque aunque ya se que mis hijos se lo explican, mi versión será la del amante eterno de la mujer más bella del mundo.

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