Cada vez que presto un libro, nunca regresa.
Es como la paloma o la tórtola que pierde a su pareja: jamás
regresa de nuevo al nido.
El libro que yo presto, cedo o permito a otros leer, tal vez
se siente abandonado o desairado, puede que hasta ofendido, seguro que
maltratado, y jamás regresa ni permite que las yemas de mis dedos acaricien de
nuevo, y con lentitud amorosa, sus páginas.
Siempre pienso que recuerdan intensamente tanto los días
previos a la lectura, cuando paseaban bajo mi brazo para amistar entre nosotros
mientras yo finalizaba la lectura del anterior libro y ellos se morían de celos
por ser leídos, como los días de la lectura, que es cuando yo los acariciaba,
admiraba, mimaba y adoraba, y ellos me regalaban sus olores de madera y tinta,
y yo no doblaba jamás una de sus páginas ni forzaba sus tapas en señal de sumo
respeto por ellos mismos y su encuadernador, y no permitía que les diese el sol
para impedir su abarquillamiento, y por la noche los hacía descansar junto a mi respiración nocturna
apaciblemente colocados en mi mesita de noche.
Ya no presto libros, porque caso de que deba realizar algún obsequio, los adquiero para
la ocasión.
Creo que es mejor así, porque mis libros me han confesado
que yo les pertenezco, y no al contrario, porque ellos son de sus autores.
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