Estoy leyendo en uno de los lugares que más me gustan: un
Bar.
Hay mucho ruido, mucho grito y mucho desconcierto.
Pero a mí me gusta leer en esos lugares, porque potencian mi
capacidad de concentración, y eso facilita la comprensión de la lectura (es,
por así decirlo, como el sistema peripatético de los jesuitas: leer y caminar,
conjugar actividad intelectual y actividad física).
Cuando decido pensar en lo que leo, levanto la vista, y no
oigo nada salvo el ruido indefinido ambiental, y suelo concentrar mi atención
en la gestualidad de los parroquianos, que en muchas ocasiones resulta
ridícula, pero siempre ilustrativa del tipo de persona que practica el habla y
la gesticulación. Y eso me ayuda en mis pensamientos y reflexiones.
En esta ocasión pensaba que hace tres años me enamoré (y lo
pensaba a consecuencia de algo que leía pero que ya se disipó de mis
pensamientos), y que afortunadamente ella se desenamoró rápidamente de mí, y
digo afortunadamente por que no me imagino a mí mismo diciéndome que me caso de
nuevo, y menos todavía diciéndoselo a mis hijos, a mis nietas, a mis hermanos o
a mis amigos.
Creo que me hubiese vencido una vergüenza abrumadora, e
incluso pienso que me habría aparecido por algún recóndito lugar de mi espíritu
el tufillo que desprende la traición.
¡Qué estupidez! Estupidez pensar así, pero es lo que pensaba
mientras ruidos y gritos y el golpeteo de vasos cerveceros y las voces cantando
comandas de Bar llenaban el ambiente y mi cabeza aturdida, no sé si por los
estúpidos pensamientos o si por los efluvios de una par de copas de rioja.
Mi último pensamiento, antes de concentrarme sin darme
cuenta en el frío de la primavera, punzante como un puñal, hiriente como
pequeños cristales que perforan los poros de la piel a pesar de que la lluvia
que comenzaba era extremadamente mansa y cadenciosa, fue que mi educación
jesuítica debió tener un mucho de calvinista.
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