Esta madrugada pasada apareció el primer mosquito.
Y cómo no, bisbiseando en mi oreja.
Imposible volver a conciliar el sueño.
En alerta, y al acontecer su nuevo vuelo, me he pegado un
guantazo que casi me salto un ojo. Estoy medio dormido y acierto mal en el
objetivo.
Silencio nocturno en el ambiente, que es zumbido de
silencio.
Yo atento, hierático, porque sé que atacará de nuevo.
Vuelve. Nuevo cachete poderoso y casi me aboñigo el cráneo.
Reniego en sordina mayúscula pero silenciosa para no alertar al enemigo del
sueño.
Planea de nuevo por mi oído, porque me consta que acecha el
implacable mosquito y me arreo un guantazo que casi me desencaja la mandíbula,
y a media voz, voz susurrada, me digo que ha estado por una milmillonésima de
metro que no lo he cazado.
Y, de repente, el asqueroso insecto volador me sopla cerca
del tímpano y me dice que no lo he cazado por un nanómetro.
Pienso que lo odio.
Y decido ser astuto.
En el siguiente vuelo del insecto maldito le dejo que se
acerque a mi oreja, y después me giro con una rapidez de velocista de raza
negra y soplo con todas mis fuerzas, huracanadamente.
Enciendo la luz de mi mesita de noche y rápidamente lo
contemplo estampado en la pared de al lado de mi lecho.
Sonrío algo maquiavélicamente y me dispongo, ya con el alba,
a dormir de nuevo, aunque caigo en la cuenta que me duele mi mejilla y mi
mandíbula, que en el espejo se muestran enrojecidas, y que eso, en el fondo, no es más que la
venganza del mosquito académico.
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