“Quienes
sólo saben contar la verdad no merecen ser escuchados” –contestaba el abuelo.
Jonas
Jonasson (“El abuelo que saltó por la ventana y se largó”).
Hay
copos de nieve que caen como los ángeles, silenciosos y algo ladrones, y otros
que suenan como las bombas y con el estruendo del bandido y del disparo y de la
muerte.
Los
ladrones son los que hacen que la imaginación esté de fiesta y los otros son
los que perforan el alma y lastiman como el filo y el óxido del puñal.
Yo jugaba
con mis hijos a las alegrías de la ilusión de sus ojos infantiles y la
efervescencia desbordante de mi imaginación festiva.
Jugábamos
a los copos del silencio y la paz para que robasen los cuentos que éramos
capaces de imaginar. Eran los copos ladrones de historias para contarlas en los
ríos y en los lagos y mares a donde los irían a explicar.
Jerónimo
juntaba las palmas de sus manos como en una copa que acogía su barbilla y sus
ojitos bellísimos y vivos y con ese color del castaño de la castaña bailaban
con el hielo de los copos y Aleix juntaba el pulgar con el índice con su
pegajoso moquito de frío mientras su melena casi de nieve blanca competía con
la de nuestro jardín y sus ojos, como los míos, pequeños y que escrutan y que
esconden pensamientos inescrutables se quejaban de que cuando se fijaba en un
copo ya había llamado nuestra atención y ese ya no podía ser el suyo y seguía
con moquitos danzando entre sus deditos.
Yo
inventaba a la velocidad de la caída de los copos y su madre cocinaba alejada de
la ventana en la que toda su vida decía que debía estar la cocina y que allí no
estaba porque de tantas historias que yo le contaba olvidó la del ruido de la
nieve al caer, y yo le decía que así estaba mejor porque a veces, muchas y
muchas veces, ¡ Mamá, ven, corre, mira ese copo de nieve al caer y el regalo
que de las nubes del cielo trae para ti !
Y ella
corría y hacía como que trastabillaba y nuestros hijos reían y cuando a la
ventana llegaba decían ya cayó el copo que el regalo para ti traía y ya a mamá
se le escapó.
Y ella
sabía que no era verdad, que el regalo ya lo tenía porque era la dicha de la
risa de sus hijos y también la sonrisa mía.
Ellos
me decían cómo oían caer la nieve, y nos fijábamos en un copo gordito antes de
que cayese, y yo jugaba a adivinar sus pensamientos, y ... ¡¡¡adivinaba
muchos!!!, porque eran pequeñitos mis hijos y era fácil de averiguar lo que
rondaba sus cabezas y acertaba pensamientos porque me decían que sí, que jo,
cómo es que lo sabes, papá, y a lo mejor no era verdad y sólo lo hacían por ese
deseo infantil de dar siempre la razón al ser amado y a la imaginación que
estalla y explota cuando alguien quiere y es querido.
Caían
la copos y cada uno reventaba de ilusión contra otros copos y del de aquí surge
oro blanco y del de allí oro amarillo y de éste que cae casi contra el cristal
de nuestra ventana surgen angelitos diminutos que vuelan con sus frágiles
alitas y del de allí lucecitas de colores y de otro serpentinas de Navidad, y
de este surge la compasión y el amor y el cariño y éste hace unas risas que
resuenan en toda la montaña y de aquel surge una lágrima que es de alegría
porque es dulce y alguna salada también brota de algún copo de nieve porque hay
quien no lo pasa bien pero también queríamos su presencia en la fiesta del
ruido de la nieve al caer.
Y
mirad, hijos, de ese sale un ardillita muy pequeñita que ya corriendo y deprisa
sube al árbol que le alimentará con sus frutos y de ese una hormiguita que ya
se ha puesto a trabajar y también brota una abeja obrera que ya empieza su
trabajo en la fábrica de la miel.
Otros
copos revientan antes de llegar a su cuna en nuestro jardín y desprenden
esencia de caramelo que es el elixir de la amistad y entre ellos se confunden
porque ya nadie nunca jamás los podrá separar.
Aprendían
mis hijos que según la mirada sobre los copos de nieve, o según el pensamiento
que trabaje en su cabeza, o según la alegría o la tristeza que en su momento
habite su alma, o la que ellos deseaban que en ella se aposentase se oyen la
caída de los copos de nieve, ladrones y forjadores de historias los unos y
otros dañinos de sangre y herida.
Aprendieron
mis hijos y con ellos los padres de ellos que es cierto lo que dijo aquel de
que las cosas son según el color del cristal con que se miran.
Me presta
el nombre de este cuento Juan Gabriel Vásquez que escribió “El ruido de las
cosas al caer” y ganó el Premio Alfaguara de Novela 2011 porque sí sabe
escribir lo que yo no, y me brota la idea cuando recibo un correo de mi amiga
que escucha el ruidito del kinglin kinglin kinglin de los copos al caer en la casa de Alemania donde rastrea libros y
música almacenada y distraía un día la vista en un copo de nieve que alguna
cosa le diría.
Es fascinante el sonido silencioso de la nieve al caer, su paz. Quizás por eso me encantan esas bolas de cristal que las giras y nieva siempre que lo necesites.
ResponderEliminarEsas bolas cristal a mi también me fascinaban de niño, como que lo sigo siendo, pues me siguen fascinando!!!
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