martes, 11 de febrero de 2014

Vuelo de agujeros y piel de porcelana.


Finalizaba un día de cada día, un día como otro cualquiera. Un día de rutina de asfalto, espeso como una sopa de sémola y gris como los cielos encapotados de los días que no hace frío ni son tibios ni tampoco todo lo contrario porque son de plomo y de obrero.
Después de una cena sosa y frugal, como de hojas de ensalada sin sal y tomate de redondez de bola de billar de el ejido y zanahorias de bugs bunny de focos y plásticos de invernadero, y de escasa televisión de monumento a la estulticia humana llegaban las blancas sábanas limpias y de olor a detergente de el mío es mejor que el de mi vecina, y la noche podría clausurar la monotonía de polvo áspero de portland de la jornada.

Vaivenes de la cabeza en la almohada  presagiaban noche tormentosa y desabrida, movimientos del cuerpo porque ahora el edredón sofoca y después el frío cala y demanda el cobijo rechazado, y ahora necesidad de la vejiga y al rato del intestino, no prometían el cierre del gris desteñido y lánguido de la jornada de cemento hasta que en el cerebro de la duermevela y como descolgándose del techo blanco de la habitación aparecí mutado en el niño que fui de sonrisa infantil y de ojitos de apertura oriental y de impresión por la observación de lo conocido y no por ello menos atractivo y lo que no lo es y no por ello más seducción.

Caminaba por un lugar que no lo era porque no había asfalto ni tierra ni agua ni fuego, ni siquiera nubes de algodón ni árboles verdes ni plantas de hojas y flores de colores, ni cielos azules ni grises ni de color alguno que podía ser el lugar de la nada pero que no era así porque muchos agujeros revoloteaban ocupando todo el espacio que rodeaba mi soledad.
Aparecían desde cualquier rincón con el revuelo de juguete de la mariposa o con el ágil, rápido y zigzagueante rasear el campo de la golondrina los días de cada día que amenazan lluvias.
Los agujeros tenían formas diversas, algunos con la geometría del triángulo y el rectángulo y la circunferencia y el cuadrado, otros con la forma del ojal del botón o del ojete oval de los bordados, los menos tenían hasta pestañas como ojos de mujer de rímel, unos pocos lucían rayitas de colores verdes, negros, violetas, morados, y plata y también oro, y escasos mostraban líneas dibujadas en sus comisuras con curvas y arabescos que embellecían su mirada ciega y de cautiverio de embrujo.

Pensé con la lentitud del niño arrobado de ojos achinados y éxtasis de inocencia que yo era en cómo mirar y observar lo que cada agujero volador prometía, si necesitaba capturar con mis manos los agujeros que se aproximaban como las figuras en el tubo de un caleidoscopio, si precisaba de la suavidad de la red del cazamariposas para no dañar ningún agujero o si un anzuelo con atractivo cebo los atraería para saciar mi curiosidad.
No hizo falta, porque entonces ocurrió lo inesperado, y fue que los agujeros se aproximaban a mis ojos algo rasgados reduciendo la velocidad de su vuelo y eran ellos los que ordenada y rítmicamente me escogían entre nadie para ofrecerme las maravillas que intuía divisaría en su interior en mis asomos de expectación embelesada.

Los primeros en aproximarse fueron los geométricos.
Los cuadrados me mostraron magníficas tierras de conreo repletas de las más variadas frutas y hortalizas de inmenso colorido, todas ellas bañadas por húmedas gotas de rocío que despedían los colores del arco iris que en ellas se reflejaban y creaban infinitos minúsculos arcos de coloridos cálidos y distorsionados y bellísimos translúcidos. Verduras, legumbres y hortalizas de formas ancestrales  que jamás había visto pero que permanecen en cuerpos de mujeres atávicas que conservan y mantienen el amor en estado puro.
Los triangulares ofrecían dioses y divinidades que desconocen castigos y pecados originales y purgatorios y expiaciones y están desprovistos de vestigios originales porque su único cometido es amar sin necesidad de ser amado y entregar felicidad, comprensión, tolerancia y explotar la sensibilidad de los seres que con ellos habitan sus mundos de fantasía.
En los redondos como bocas de chimenea residían los olores, los del trigo y la cebada, los de la miel y la menta, el del azafrán y el hinojo y el eneldo y el jengibre y el enebro, el tamarindo, el tomillo, el romero y el cardamomo, y también el olor del amor y de la humedad del sexo, del recién nacido, el olor rancio de la podredumbre de la muerte, de la senectud apacible y de la vejez trastornada, del vértigo de la adolescencia y la fogosidad de sudor de la juventud, de la saliva de labios que se besan y de los cuerpos que se juntan, del jinete y su caballo, y de la sangre y los líquidos de las parturientas, todos los olores que son de goce.

Los de ojete de bordado mostraban enormes jardines repletos de flores y en uno que no era chino sólo se veían flores amarillas, unas vistosas como la rosa amarilla y otras olorosas como las fresias, y tulipanes, narcisos, claveles, flores de la calabaza y madreselvas todas ellas bailando la música y las letras de Esta Canción, En el claro de luna, ¿Qué hago ahora? de Silvio Rodríguez mientras una de color diferente presidía el jardín amarillo con el orgullo de la singularidad, la moradita y blanca rosa mosqueta.

En la diversidad de los agujeros adornados de finas y largas pestañas había algunos que mostraban mares de lentitud plácida y otros de olas encabritadas de las que sosiegan el ánimo del vehemente y pasional, mares azules como la turquesa y mares verdes como la esmeralda de la esperanza de futuros paraísos y amores de secano para los que sólo gozan del agua del río, mares rojos como ríos de lava para los ardientes amoríos de los que conviven con la gélida noche de las altas montañas, y mares del color de la papaya y el mango y el coco y el aguacate y la chirimoya y otras frutas tropicales para los que soportan la aridez áspera de la meseta.

Otros de pestaña de mujer fatal ofrecían espectáculos de amistad y armonía, de música y de poesía, porque no todas las pintadas de rímel son clientes de la frivolidad.

Todos esos agujeros y muchos más se me acercaban con la cadencia ideal para que mis ojitos de niño de sonrisa pilla y sincera y mirada de querubín de mofletes se deleitasen en la contemplación de los gritos silenciosos y apagados de los milagros que en su interior guardaban.

Mi cabeza giraba y giraba embebida en borrachera estridente de color y serena alegría cuando de un agujero que se acercaba asomó la cabeza de una preciosa mujer de piel de porcelana, que en tono hechicero y gestual me sugería que hacia ella encaminase mis sentidos para introducirme en su interior.
Sucumbí a la irresistible tentación de su llamada y con la ayuda de una de sus lágrimas del color del cristal y la viscosidad de caricia de mano templada me dirigí a su agujero para seguir a la mujer de rostro de piel de la porcelana de caldos caliente de fogones, y después me perdí en el aprendizaje del cuerpo de sus ríos, afluentes, meandros, lagos y mares que acomodo en esa princesa hallaron.

No quería despertar de las prisiones y sensaciones de mis sábanas blancas cuando la mañana llegara, pero la princesa de piel de porcelana me susurró que no tenía que ser así porque ella cuidaría de mi embrujo, por lo que desde aquel entonces y gracias a ella vivo mi duermevela y duermo mi despertar saciado de incrustaciones de porcelana en las palmas de mis manos y en toda mi piel, piel que acompaña el vuelo de agujeros y mi peregrinar para encontrar, todos los días de cada día, a la princesa de la piel de porcelana.

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