Finalizaba un día de cada día, un día como otro cualquiera.
Un día de rutina de asfalto, espeso como una sopa de sémola y gris como los
cielos encapotados de los días que no hace frío ni son tibios ni tampoco todo
lo contrario porque son de plomo y de obrero.
Después de una cena sosa y frugal, como de hojas de ensalada
sin sal y tomate de redondez de bola de billar de el ejido y zanahorias de bugs
bunny de focos y plásticos de invernadero, y de escasa televisión de monumento
a la estulticia humana llegaban las blancas sábanas limpias y de olor a
detergente de el mío es mejor que el de mi vecina, y la noche podría clausurar
la monotonía de polvo áspero de portland de la jornada.
Vaivenes de la cabeza en la almohada presagiaban noche tormentosa y
desabrida, movimientos del cuerpo porque ahora el edredón sofoca y después el
frío cala y demanda el cobijo rechazado, y ahora necesidad de la vejiga y al
rato del intestino, no prometían el cierre del gris desteñido y lánguido de la
jornada de cemento hasta que en el cerebro de la duermevela y como
descolgándose del techo blanco de la habitación aparecí mutado en el niño que
fui de sonrisa infantil y de ojitos de apertura oriental y de impresión por la
observación de lo conocido y no por ello menos atractivo y lo que no lo es y no
por ello más seducción.
Caminaba por un lugar que no lo era porque no había asfalto
ni tierra ni agua ni fuego, ni siquiera nubes de algodón ni árboles verdes ni
plantas de hojas y flores de colores, ni cielos azules ni grises ni de color
alguno que podía ser el lugar de la nada pero que no era así porque muchos
agujeros revoloteaban ocupando todo el espacio que rodeaba mi soledad.
Aparecían desde cualquier rincón con el revuelo de juguete
de la mariposa o con el ágil, rápido y zigzagueante rasear el campo de la
golondrina los días de cada día que amenazan lluvias.
Los agujeros tenían formas diversas, algunos con la
geometría del triángulo y el rectángulo y la circunferencia y el cuadrado,
otros con la forma del ojal del botón o del ojete oval de los bordados, los
menos tenían hasta pestañas como ojos de mujer de rímel, unos pocos lucían
rayitas de colores verdes, negros, violetas, morados, y plata y también oro, y
escasos mostraban líneas dibujadas en sus comisuras con curvas y arabescos que
embellecían su mirada ciega y de cautiverio de embrujo.
Pensé con la lentitud del niño arrobado de ojos achinados y
éxtasis de inocencia que yo era en cómo mirar y observar lo que cada agujero
volador prometía, si necesitaba capturar con mis manos los agujeros que se
aproximaban como las figuras en el tubo de un caleidoscopio, si precisaba de la
suavidad de la red del cazamariposas para no dañar ningún agujero o si un
anzuelo con atractivo cebo los atraería para saciar mi curiosidad.
No hizo falta, porque entonces ocurrió lo inesperado, y fue
que los agujeros se aproximaban a mis ojos algo rasgados reduciendo la
velocidad de su vuelo y eran ellos los que ordenada y rítmicamente me escogían
entre nadie para ofrecerme las maravillas que intuía divisaría en su interior
en mis asomos de expectación embelesada.
Los primeros en aproximarse fueron los geométricos.
Los cuadrados me mostraron magníficas tierras de conreo
repletas de las más variadas frutas y hortalizas de inmenso colorido, todas
ellas bañadas por húmedas gotas de rocío que despedían los colores del arco
iris que en ellas se reflejaban y creaban infinitos minúsculos arcos de
coloridos cálidos y distorsionados y bellísimos translúcidos. Verduras,
legumbres y hortalizas de formas ancestrales que jamás había visto pero que permanecen en cuerpos de
mujeres atávicas que conservan y mantienen el amor en estado puro.
Los triangulares ofrecían dioses y divinidades que
desconocen castigos y pecados originales y purgatorios y expiaciones y están
desprovistos de vestigios originales porque su único cometido es amar sin
necesidad de ser amado y entregar felicidad, comprensión, tolerancia y explotar
la sensibilidad de los seres que con ellos habitan sus mundos de fantasía.
En los redondos como bocas de chimenea residían los olores,
los del trigo y la cebada, los de la miel y la menta, el del azafrán y el
hinojo y el eneldo y el jengibre y el enebro, el tamarindo, el tomillo, el
romero y el cardamomo, y también el olor del amor y de la humedad del sexo, del
recién nacido, el olor rancio de la podredumbre de la muerte, de la senectud
apacible y de la vejez trastornada, del vértigo de la adolescencia y la
fogosidad de sudor de la juventud, de la saliva de labios que se besan y de los
cuerpos que se juntan, del jinete y su caballo, y de la sangre y los líquidos
de las parturientas, todos los olores que son de goce.
Los de ojete de bordado mostraban enormes jardines repletos
de flores y en uno que no era chino sólo se veían flores amarillas, unas
vistosas como la rosa amarilla y otras olorosas como las fresias, y tulipanes,
narcisos, claveles, flores de la calabaza y madreselvas todas ellas bailando la
música y las letras de Esta Canción, En el claro de luna, ¿Qué hago ahora? de
Silvio Rodríguez mientras una de color diferente presidía el jardín amarillo
con el orgullo de la singularidad, la moradita y blanca rosa mosqueta.
En la diversidad de los agujeros adornados de finas y largas
pestañas había algunos que mostraban mares de lentitud plácida y otros de olas
encabritadas de las que sosiegan el ánimo del vehemente y pasional, mares
azules como la turquesa y mares verdes como la esmeralda de la esperanza de
futuros paraísos y amores de secano para los que sólo gozan del agua del río,
mares rojos como ríos de lava para los ardientes amoríos de los que conviven
con la gélida noche de las altas montañas, y mares del color de la papaya y el
mango y el coco y el aguacate y la chirimoya y otras frutas tropicales para los
que soportan la aridez áspera de la meseta.
Otros de pestaña de mujer fatal ofrecían espectáculos de
amistad y armonía, de música y de poesía, porque no todas las pintadas de rímel
son clientes de la frivolidad.
Todos esos agujeros y muchos más se me acercaban con la
cadencia ideal para que mis ojitos de niño de sonrisa pilla y sincera y mirada
de querubín de mofletes se deleitasen en la contemplación de los gritos
silenciosos y apagados de los milagros que en su interior guardaban.
Mi cabeza giraba y giraba embebida en borrachera estridente
de color y serena alegría cuando de un agujero que se acercaba asomó la cabeza
de una preciosa mujer de piel de porcelana, que en tono hechicero y gestual me
sugería que hacia ella encaminase mis sentidos para introducirme en su interior.
Sucumbí a la irresistible tentación de su llamada y con la
ayuda de una de sus lágrimas del color del cristal y la viscosidad de caricia
de mano templada me dirigí a su agujero para seguir a la mujer de rostro de
piel de la porcelana de caldos caliente de fogones, y después me perdí en el
aprendizaje del cuerpo de sus ríos, afluentes, meandros, lagos y mares que
acomodo en esa princesa hallaron.
No quería despertar de las prisiones y sensaciones de mis
sábanas blancas cuando la mañana llegara, pero la princesa de piel de porcelana
me susurró que no tenía que ser así porque ella cuidaría de mi embrujo, por lo
que desde aquel entonces y gracias a ella vivo mi duermevela y duermo mi
despertar saciado de incrustaciones de porcelana en las palmas de mis manos y
en toda mi piel, piel que acompaña el vuelo de agujeros y mi peregrinar para
encontrar, todos los días de cada día, a la princesa de la piel de porcelana.
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