sábado, 16 de julio de 2016

Ladrón de sentimientos.

  
Ayer por la noche leía mientras mis párpados luchaban por mantener las persianas subidas, y entre las páginas de mi libro apareció la revelación que me ofreció luz a una zona oscura de mi mente, oscuridad que se prolongaba desde hace casi año y medio, y que sólo se atenuaba hacia grises menos dolientes por el propio paso del tiempo.

En ese momento de la aparición de la luz tengo la seguridad de que mis ojos estaban abiertos para disfrutar de la lectura; después ya no puedo asegurar si mis conclusiones fueron cuando permanecía despierto o bien mi cuerpo y mi mente se situaban ya en la  duermevela o en el dulce sueño de las primeras horas.

Ella se me apareció allí en mi cuarto, junto a mi cama, vestida sencillamente, sin casi maquillaje, con las uñas medianamente mordidas, en zapatillas y con una expresión en el rostro que era una mueca de desagrado como la que suele acompañar su vida, y que se delata en sus ojos caídos en las puntas contrarias a los lacrimales y el halo negruzco que los rodea de forma permanente, como señal inequívoca de una tristeza que adquirió el mismo día en que nació, puede que heredada de una madre anclada en el disgusto, en una frustración hundida en el pecho y en el vientre, en la desilusión y el desánimo permanente por una negatividad fundida en su corazón de mujer provinciana.

Yo me concentré en ella, en su aparición, con una media sonrisa flotando en mis labios, y de golpe apareció un pensamiento que mastiqué, y que me decía que durante nuestra relación yo había pretendido transformarla, copiando al artesano que trabaja la arcilla, para moldearla a mi manera, a mis gustos y deseos.

Quise hacerla extraordinaria. Quise que fuese divina.

Creí amarla y creí que me amaba.
Ella huía y yo buscaba, tal vez sin que ambos lo supiésemos.
La besé y la acaricié hasta devorarla. La contemplé en todas las ocasiones como a una mujer bellísima, la pensé cuando no la veía por la distancia siempre bellísima, la quise hacer bellísima, pero ayer caí en la cuenta de que no era más que un juego de mi mente, un ejercicio de concentración para conseguir lo que anhelaba.

La obsequié cada día de aquellos en los que podíamos vernos, le escribí las mejores palabras que soy capaz de dedicar a una mujer, la recibí con ramos de flores amarillas como la rosa mosqueta repartidas por todas las estancias de mi casa, hasta convertirla en  las profundidades de mi cerebro en un deseo estético, también carnal, pero sobre todo estético.

Y ayer, mientras ella permanecía en un silencio que presagiaba lluvia de reproches a los pies de mi cama, reproches que con toda seguridad merezco, se mostró en toda su vulgaridad y cobardía, en todo su contenido limitado y su continente escaso, se transformó de nuevo en lo que es y que yo no quise ver porque sin darme mucha cuenta quería transformarlo todo en mi vida, y a ella deseaba transformarla en lo que yo he amado toda mi vida, la mujer bonita, la belleza, la inteligencia, la bondad, la entrega, la alegría, la sonrisa, la generosidad,…

Creo que antes de que mi cerebro se adormeciese en una inconsciencia que no permite el recuerdo pensé que a pesar de todas mis equivocaciones, a pesar de que ella es lo que es y no lo que yo deseaba que fuese, la sigo queriendo, la sigo amando, pero con un agradecimiento sincero porque le robé la esencia de su ser durante un tiempo escaso pero intenso, y con la placidez que me provoca el saber que ella puede que no lo sepa nunca, porque jamás podré explicarle que la noche de ayer estaba de pie en mi habitación, junto a mi cama, en actitud adusta y seria, con el ceño fruncido, y yo supe que la perdí y no volverá nunca.

No podré robarle nada más porque llegó el fin, y a los ladrones de sentimientos eso siempre nos pasa factura.

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