Ayer, mientras caía la
tarde, estaba en mi pequeña huerta en las montañas de la Cerdanya, en el Alto
Pirineo de la Catalunya Nord, y mientras veía discurrir el agua del riego por
los canales entre las diversas plantaciones, ¿podrían ser meandros de huerta?,
no se si tuve una añoranza del Mediterráneo en el que nací y me crié, Maresme
querido, Cabrils añorado, o fue simplemente eso, un pensamiento despistado.
Pensé, mientras
contemplaba la lenta circulación del agua de la manguera que la recoge de los
deshielos de las montañas nevadas del invierno y de los aguaceros que aquí son
frecuentes al llegar el atardecer, que el prestigio del pescado azul de la mar
se debe en gran parte al atún rojo.
¡Pescado azul que se
valora por el rojo de su atún!
Y me acordé, con
cierta tristeza, del plata escamoso y brillante de las sardinas, que salpican
la mar con sus bandadas disciplinadas, y que hasta cuando se cocinan en la
brasa en los veranos de amores y sueños de adolescencia y de hijos después,
sigue plateando y brillando para agradar a nuestros ojos, además de al paladar.
Esta clase de
contrasentidos son los que conforman la vida.
Pescado azul, atún
rojo, sardinas de plata.
Paco Riera.
Que no soy atún porque soy
más sardina aunque mi plata ya oscurece porque son años los que llevo nadando,
y en muchas ocasiones contracorriente.
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