martes, 31 de julio de 2012

Solidaridad

Hoy empiezo mis vacaciones de verano de 2012.

Por la mañana y después de dejar la casa de Barcelona recogida, he cogido el Montero y me he dispuesto para partir hacia la Cerdanya francesa, a la localidad de Enveitg, en donde dispongo de una casita de montaña datada de 1850 y que adquirí en 1993.
Estaba no en ruinas pero sí en un estado lamentable, y conjuntamente con Susan, y al inicio también con mis hijos, la fuimos arreglando hasta dejarla muy acogedora, para lo cual nos ayudó lo que decía de ella mi mujer: “Esta casa tiene alma”.

En el coche he puesto la radio, para distraerme, porque como no permiten exceder una velocidad de 120 km/h., y sólo en algunos tramos, porque en el resto debes ir a 100 incluso a 80 y a veces también a 60 km/h. la conducción se hace bastante aburrida y la radio ameniza el viaje y el discurrir de los kilómetros.

Alguien desconocido para mí y desde la cajita de la radio ha explicado una historia que le narró otra persona que también desconozco y que le sucedió en un país africano que tampoco acierto a saber cuál de ellos era.

La historia narrada por el narrador de la radio (desconozco qué emisora tenía sintonizada) decía así:

“Hace unos años, visitando diversos países africanos con el objetivo de conocer sus tradiciones y cultura, amén de sus pueblos, capitales, monumentos, tradiciones y naturaleza, y encontrándome en el interior de un país para visitar a sus moradores que conformaban una de las muchas tribus que habitan ese continente, se me ocurrió sugerirles un juego a un grupo de adolescentes con aspecto de no excesivamente bien nutridos. El juego consistía en que yo ubicaba en la cima de un árbol una cesta de mimbre repleta de magníficos frutos, y de entre todos aquellos adolescentes el primero que alcanzase la cesta podría degustar en exclusiva todos aquellos apetitosos frutos.

Dispuse a los adolescentes tribales detrás de una línea recta que dibujé con una rama recta, y en el momento en que yo palmease mis manos podían iniciar su carrera para hacerse con la cesta de mimbre repleta de sabroso frutos.

Palmeé mis manos, y para mi sorpresa los adolescentes se cogieron de las manos y corrieron todos juntos al unísono hacia el árbol de la cesta de mimbre, ascendieron todos juntos hasta la cima, y todas las manos asieron la cesta de mimbre que fue descendida de forma conjunta por todos ellos.

Tras sentarse en el suelo empezaron conjuntamente a degustar con ansiedad los excelentes frutos depositados en la cesta de mimbre.

Ante ese acontecimiento, les pregunté por qué ninguno de ellos había intentado hacerse con la cesta de los frutos para saciarse en exclusiva de los mismos, y la respuesta fue maravillosa. Dijeron: Porque yo soy yo en cuanto que los otros son también mi yo. Yo no podría comerme todos los frutos de la cesta de mimbre si mis compañeros no pueden también disfrutar de estos manjares.”

Aquí finalizó el cuento que el desconocido narrador narró en esa desconocida emisora
de radio.
Aquí empieza mi reflexión.

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