martes, 29 de enero de 2013

Una chica checa


Salía de una cafetería deprisa y demasiado despistado.

El impacto no fue tremendo porque ella era menuda, pero al buscar al bulto con el que había topado tuve que mirar al suelo, que es donde estaba ella.

Mientras la ayudaba a levantarse y me disculpaba y me seguía disculpando apercibí que estaba algo mareada o así me lo parecía.
Le dije de entrar en el Bar del que yo salí en estampida para que se repusiese del tortazo y ella me contestó que no, que era igual, que si yo había salido del café como un loco debía ser porque tenía mucha prisa y yo le respondí que no que simplemente salía con la cabeza en algún otro lugar que ahora ya era incapaz de recordar.
Entramos en el café.
Me dijo que ella quería un cortado y yo dije que yo nada porque si me tomaba otro a lo mejor atropillaba, así lo dije porque me pareció más divertido, a otra persona al volver a salir ya que el hombre tropieza siempre no una o dos sino varias veces con la misma piedra.
Se rió un poquito.
Le pregunté su nombre, y me dijo que era Martina y que era checa pero que llevaba doce años en Barcelona.
Yo le dije que me llamo Francisco pero que desde mi abuelo me llamaban Paco. Una tontería que le hizo sonreír un poco más.
Ya no se frotaba la frente que es lo que hacía desde que la recogí de la acera en la que la tumbé.

En ese momento me di cuenta que era chica de tamaño, rubia, de ojos azules de intensa claridad, facciones infantiles y bonitas y manos de uñas granates de color también intenso. O sea, que era mona, bonita, dulce, de voz melosa y cadenciosa.
No se bien por qué pero entonces dije que ella era la chica checa que chocó conmigo.
Se puso a reír mucho y yo me sentí muy bien.

Le pregunté que edad tenía y me dijo que treintacuatro añitos, mira que niña.
No me preguntó mis años sino que me preguntó que a qué me dedicaba yo, y le solté que intentaba ganarme la vida viviendo del cuento.
Se puso a reír ahora sí que de verdad y yo repetí que era verdad, que desde hace unas semanas leo cuentos a niños y que no me gano la vida pero me lo paso muy bien, y ella seguía riendo.
Me dijo que al final el topetazo de mi salida a la carrera del Bar iba a ser algo guapo porque la hacía reír mucho.
Y se me ocurrió otra memez: la cogí de la mano, salí a la calle y le di un golpecito con mi frente en la suya. Creí que se iba casi a partir de la risa y pensé que se asfixiaba porque no podía parar de reír por esa pequeña repetición del incidente inicial.

Entramos de nuevo en el café y me dijo si siempre actuaba igual y yo respondí que sólo cuando me daba de bruces con checas chicas.
Más risas.
Me explicó que era Licenciada en Arte y que estaba muy contenta porque en unos días partía para Buenos Aires porque una Universidad de La Plata la había contratado como Profesora Ayudante de Arte.

Hablamos de arte y resultaron coincidencias en nuestros gustos por el arte abstracto y el art brut.
Hablamos de Kandinsky y de Jackson Pollock, de Paul Klee y de Mondrian y de Frank Kupka, y de Aloïsse, y de Curzio Di Giovanni, de Paul Amar y Hans Krüsi y también de Jean Dubuffet y sus esculturas y la Colección que organizó en Lausanne de esos pintores sin escuela ni oficio porque la mayoría estaban cerrados en manicomios, que ella había visitado y yo en varias ocasiones.
Pensé luego en ver si coincidíamos en literatura, sobre todo porque deseaba prorrogar mi encuentro fortuito con ella para admirar el azul tenue de sus ojos, sus labios finos y su mentón pequeño y su cutis impermeable y pálido y quería hablar de Monterroso y de Roberto Bolaño y de Italo Calvino y Yukio Mishima y Fernando Aramburu y del “after pop” de Yasutaka Tsusui y de Murakami, pero entonces dijo que ya se sentía bien y que era un placer haber tomado un café juntos y haberse dado un porrazo conmigo.

Pagué su café, me volví a disculpar, me despedí de Martina y caí en la cuenta de que casi con toda seguridad no volvería a ver nunca más a la checa chica que chocó conmigo.

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