martes, 7 de octubre de 2014

Día y cuerpo desangelado y un pie con zapato beig.

 
Hace un par de días hacía un día desangelado y algo desabrido.
Si te ponías un jersey tenías calor y si te quedabas en mangas de camisa sentías algo del frío, presagio de un constipado.
Y en otoño constiparse es malo, y lo puedes coger con y sin abrigo, así que acertar si jersey sí o jersey no no es tarea sencilla.

Mi cuerpo también estaba en esa extraña situación, estaba como “despacotado”, que es lo mismo que expresamos cuando a los que llamamos Ángel decimos que están desangelados.
En eso divagaba mi mente distraída. En esos juegos de letras que intentan pegarse a otras para buscar significados o simplemente para encontrase y jugar.

Acababa de firmar en el Notario con complejo de cantante gallego llamado Camilo Sexto la venta del piso de Barcelona que habité treinta y siete años, y en el que conviví treinta y dos con la mujer que combinaba el rojo otoñal y el verde de la primavera en maravillosa armonía, y algo más de cinco con mis demonios, mis fantasmas, mis añoranzas y desasosiegos consentidos y mis lágrimas esquivas, y también alguna noche, pocas noches, con alguna mujer que gusta de diluirse y licuarse en sus propias incomprensiones y enigmas, pero que es adorable. Esa firma me había azorado el espíritu durante las últimas semanas del mes de septiembre y los primeros días de octubre.

Mi cuerpo en ese momento estaba en el Bar TREZE de Sarriá, lugar que convertí en mis últimos meses sarrianencs en lugar de encuentro, de simple estancia y meditación en ocasiones y de turbación y embelesamiento en otras.
Mi mente estaba arrobada y enajenada en la nada.
Mi mente no pensaba porque vagabundeaba en aquello que con libertad aparecía para posarse algunos instantes en alguna zona de mi cerebro errante.

Y entonces mis ojos se citaron casualmente en la mesa contigua que acogía a un hombre y a una mujer que en compañía de sus respectivas tazas de café dialogaban entre ellos.
Pero no me interesó ni la cara ni el cuerpo de la mujer ni el porte de su compañero.
Me cautivó el balanceo de un pie de talón desnudo de la mujer mientras permanecían resguardados los dedos en el interior del zapato de color beig con tacón.
Movimientos arriba y abajo, lánguidos y lentos, parsimoniosos, cadenciosos, cimbreantes en ocasiones, seductores siempre, que obnubilaron mis pensamientos y me transportaron a una adolescencia en la que mis primeras liberaciones sexuales las produjo el tacto del pie de una mujer también adolescente.

Los años transcurridos me dicen que cuando mi mente se nubla de recuerdos y se detiene en esas experiencias reconoce que ese pie me arrebató porque era la única autorización que concedía aquella joven en los roces y contactos que mi fulgor pretendía aplicar a otras zonas que siempre me fueron vedadas.

En aquella época llegué a pensar que me había enamorado del pie de una mujer que ya apuntaba a excitar otros partes erógenas de sus acompañantes.
Yo me quedé sólo con su pie seguramente porque lancé una ofensiva precipitada y prematura, pero eso ayudó al desfogar de mi pubertad y sobre todo a incrementar mi respeto atávico y reverencial por el cuerpo de la mujer.

Con la contemplación ensimismada del balanceo del pie de la mujer del TREZE de Sarriá todo entró en calma.
Mi mundo calmó y mi corazón se extasió.
El alma se me amodorró y todos mis músculos se relajaron como el caramelo líquido que moldean las manos de los artesanos del dulce de azúcar.
Sobrevino el silencio.
Sólo el zumbido del silencio en el tímpano exhibía su presencia.
Mi mente me decía con timidez y en un arrullo que en los prados y en las montañas y en las aguas de los ríos y de los mares la vida y la muerte seguían su curso normal, pero yo estaba fuera de ello, a salvo, a solas con el objeto del deseo de mi juventud.
Mientras el silencio se hacía notar, yo persistía en mi anonadamiento.
Porque yo y todo lo que me rodeaba estaba en silencio.
La conversación del hombre y la mujer de la mesa contigua era inaudible y sólo se apreciaba el movimiento de unos labios ilegibles para el mudo.
Yo permanecía arrebujado en el silencio.
Aletargado.
No había ni siquiera ruido interno en el columpiarse de mis pensamientos desordenados porque estos eran apaciguados por el balanceo del pie en la punta del zapato de tacón beige de la mesa contigua.

Sólo se movían silenciosas mis pupilas al seguir el ritmo sigiloso del bellísimo pie de la mujer y su zapato beig.

Sólo iniciaban, muy lentamente y sin ruido alguno, movimientos mi cajón de recuerdos ancestrales que veían en la mesa de al lado el pie de la chica adolescente de mi pubertad que excitaba mi enardecimiento de adolescente.

El día seguía desangelado pero había perdido la aspereza.
El día ya no era desabrido.
Se acercaba el atardecer y venía con la calidez del tacto de la piel del pie del pasado y que aún podía identificar en los dedos y la palma de mis manos.
Maravillosa armonía que se licuaba en mis recuerdos de imprecisiones y enigmas.

P.D.: No ofrezco al lector el nombre de la mujer que amainó mis primeros impulsos de juventud, pero a aquel que guste de jugar con las combinaciones que permiten las letras y por ende las palabras no le resultará excesivamente difícil hallar el nombre de esa hembra calmante de mis ímpetus y ardores juveniles.

2 comentarios:

  1. Vaya vaya , transmite mucha calma, quién lo iba a decir en estos momentos, cajita de sorpresas!
    Por cierto, me encanta la postdata

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  2. No creas que hay demasiada calma, pero sí que hay alma.
    Creo que el arte de escribir no es más que juntar palabras que a lo mejor se desconocían o eran poco amigas y el escritor las presenta, hacen amistad y se convierten en pareja, unas felices y otras no tanto, pero disimulan (y algunas se dan de trompazos, pero no es culpa de ellas, es culpa del escritor).

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