martes, 30 de septiembre de 2014

Treinta de septiembre.


Hoy es treinta de septiembre de dos mil catorce.
Hoy hace treinta y siete años que más que contraer matrimonio con Susan, que sí, que lo contraje, decidimos ella y yo que compartiríamos nuestras vidas, hasta que la muerte nos separase.
Y ni siquiera la muerte, que sí, que le sobrevino a ella el cuatro de enero de dos mil nueve pudo separarnos, ni nos separará a pesar de su insistencia.

El treinta de septiembre de mil novecientos setenta y siete fue la primera noche que dormimos en nuestro hogar del barrio de Sarriá. Hoy, treinta de septiembre de dos mil catorce será la última noche que mal dormitaré en esta casa. Mañana firmo en el Notario la venta del piso a un hombre que se desparejó no porque apareciese la muerte sino porque se divorció de su pareja. Diferente, pero separación, física.

A los aproximadamente dos años de habitar este primero primera de la calle Mayor de Sarriá nació nuestro primer hijo, Jerónimo.
Mi madre nos preguntó a los padres un día cualquiera al cabo de cinco del nacimiento de Jerónimo qué día era su santo. Ni su madre ni yo lo sabíamos. Mi madre, no sé si católica ferviente o católica de costumbres inamovibles e incuestionables en su época, nos dijo que San Jerónimos era el treinta de septiembre.

El treinta de septiembre de mil novecientos setenta y siete yo no salí camino de la Iglesia de mi casa, de la de mis padres, claro está, si no del piso de mi abuela en la Ronda del General Mitre de Barcelona.
La causa era que mi padre había suspendido pagos, hoy concurso de acreedores, después de veinticinco años de laboriosa dedicación, y en su piso de la calle Mallorca, cercano a la Iglesia de la Concepción donde nos íbamos a casar, los trabajadores se apiñaban reclamando los derechos que les correspondían y que mi padre no podía atender –lo hizo luego religiosamente- y temió que boicoteasen la ceremonia de mi enlace matrimonial. Así que dormí en casa de mi abuela, que no era la mía, y de allí salí hacia la Iglesia.

Mañana dormiré, espero (dormir), en la casa de mi hermana, también en Sarriá, con seguridad bien acogido pero que en todo caso no es mi casa, antes de partir a Tarancón, en la provincia de Cuenca, a casa de mi segundo hijo Aleix, que me acogerá en su casa que tampoco es la mía mientras me recupero de mis lesiones en la columna vertebral.

Treinta de septiembre de mil novecientos setenta y siete y treinta de septiembre de dos mil catorce. Dos fechas que se señalan en mi devenir y que inician un mundo de casualidades que ha sido constante en mi existir y que a veces me llevan a pensar que mi vida no es mía y que la dirige alguien o algo que no sé quién o qué es ni sé tampoco dónde está.

Después llegará la soledad. La soledad de la vida en la casa de la montaña, en un pueblo pequeño, de escasos habitantes, de escasas posibilidades de actividad colectiva, aunque no dejará de ser la soledad que me ha acompañado toda la vida, en la casa de Sarriá, en el barrio, en la infancia y en la adolescencia, en la madurez, en mi feliz matrimonio, en las amistades, en la profesión de vendedor de ideas, en todas las circunstancias.
Es la soledad que anida en el alma de algunos como yo y que escondemos celosamente de las miradas de los demás, aunque algunos tienen la capacidad de intuirla, tal vez no de explicársela, pero sí de detectar esa sombra que oscurece en ocasiones la mirada.
Es esa soledad que mece el espíritu como las dunas ondulan el desierto y las olas la mar. Es esa soledad de lluvia cadenciosa que provoca alguna lágrima de fluidez pétrea. Es esa soledad que crepita con la lentitud y cadencia del leño del hogar y que en ocasiones arde con celeridad. Es esa soledad que circula y se desliza por todos los miembros y zonas del cuerpo como los ríos por las praderas para acabar invadiendo vastas zonas como los deltas de sus desembocaduras.
Es esa soledad que no atenúa ni consuela la madre, la esposa, el amigo, los hijos o los hermanos  porque su intimidad es impenetrable.
Es la soledad que aflora cuando la decisión es tuya y rechaza ayudas que en muchas ocasiones ni llegan porque quien debe ofrecerlas no sabe entregarlas porque debe atender a sus propias soledades que también le laceran su alma y su consciencia. Y el discernimiento es unívoco y exclusivo.
Es esa soledad que se siente incluso en los ambientes más ruidosos o en los parajes más concurridos, es la soledad que provoca y excita la multitud, es la soledad de la inteligencia que no se necesita más que a sí misma.
Es la incomprensible soledad de la fría y helada nieve que abrasa y quema la piel y los lagrimales y los ojos y la lengua y el sexo.

Es la soledad que demanda baños de bosque que es fundirse con la naturaleza que está en la tierra y en el cielo y que amaina el espíritu hasta pacificar las guerras intestinas aunque la soledad persista y sobreviva.

Eso es lo que haré cuando sane mi espalda, bañarme en los bosques de la Cerdanya en compañía de mi soledad, esa que en mí anida y en otros con alma como esta alma mía.

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