viernes, 12 de septiembre de 2014

Cambiar de piel.


Hace ya años atrás ¿discutíamos?, más correcto comentábamos mi mujer, nuestro hijo mayor y yo mismo sobre la obsesión que al chavalote le cogió por tener una serpiente pitón en casa.
Nuestra posición, la de los padres quiero decir, era que ni hablar, conocedores de las pasiones puntuales del hijo y sabedores de que eso acabaría significando que los cuidados del animal correrían a nuestro cargo una vez el entusiasmo inicial del poseer desapareciese del espíritu del hijo.
Así que la decisión fue no, tajantemente no, en casa no había lugar para una pitón, aún a pesar del amor que mi mujer profesaba por los animales de sangre fría en contraposición a su animadversión por los de sangre caliente, y especialmente los pajaritos porque si los coges tiemblan y eso le provocaba angustias enormes.

Escribo estos recuerdos hoy en mi piso desangelado porque lo estoy vaciando de recuerdos y de la vida de los últimos treinta y ocho años, ya que tomé la decisión primaveral de trasladarme a vivir a la montaña y abandonar la ciudad y mi casa compartida de amor caliente y escribo en este Mac rodeado de la frialdad de la nada.

Ahorro entretenerme en esta casi crónica de sucesos y comentar con profusión los enfados, recriminaciones, incomprensiones, malas caras y otros sucedáneos semejantes de mi hijo y que acompañaron nuestra convivencia los días siguientes a mi comunicación de que había vendido el inmueble.

Retomo la historia.
Mi mujer y yo no contábamos por aquel entonces con una característica de la personalidad del hijo y que entonces se manifestó en toda su intensidad y hoy yo, mi mujer no puede hacerlo porque la enfermedad la arrastró a dimensiones tal vez de sangre de los reptiles, celebro con alegría: la perseverancia en la búsqueda de sus objetivos.

A las semanas de la negativa a convivir con una pitón y su afición por devorar ratones enteros y vivos para su alimentación, apareció el hijo con una pitón de casi un metro que encontró, así lo dijo él y así lo explico yo, en un lavabo público de un centro comercial de los alrededores de Barcelona en donde inició su vida profesional tras abandonar los estudios primarios que siempre odió y maltrató.

Instaló un acuario, terrario tal vez sea el término acertado, en la inútil terraza de nuestro piso de Sarriá, y lo hizo con gracia y con todo lo necesario para la comodidad de vida del reptil.
Dicho queda porque fue verdad y en respeto a la honorabilidad del comportamiento de mi hijo.
Y del reptil se ocupó, de alimentarlo y de limpiar las tierras que habitaba y de mantener el calor que el animal precisaba para su supervivencia y otros menesteres que no recuerdo ya que mi afición animal es escasa o incluso nula salvo la observación de los mismos en su habitat natural, cosa que amo porque al igual que vuelan y fabrican nidos en los alféizares de las ventanas las golondrinas vuela mi imaginación y las acompaña en su volar ahora en los cielos y ahora rasante para construir historias en mi pensamiento.

Por las noches mi hijo gustaba de sentarse en el sofá con su pitón y permitía y gustaba de que se le enrollasese en su brazo, en sus muñecas, en su cuello y en sus dedos y mi mujer le imitaba dados sus arrebatos por la sangre fría de esos animales mientras me decía que gustaba del contraste con la mía de calores sofocantes pero que tanto amaba en nuestras noches de entrega mutua.

Pero una noche en la que el sueño frente al televisor venció a mi hijo la pitón se escurrió con su silencio original y reptilíneamente desapareció.
La buscamos durante días y días por toda la casa, pero no fuimos capaces de dar con ella. Pensamos, pensó el hijo, que a lo mejor se había escapado por el water, dado que allí fue donde él la halló en aquel centro comercial. Pienso, y pensaba también entonces, que así se justificaba para proseguir escondiendo meses después su mentira del hallazgo del reptil, pero era una posibilidad y como tal había que aceptarla.
La dimos por pérdida.
Se acabó el reptil pitón.
Empezó una nueva lucha que planteó el chaval al sugerir adquirir en tienda especializada otra, pero hasta en esta ocasión el placer que mi mujer experimentaba por palpar la piel fría y escamosa de la serpiente se había saciado. No se compraba una nueva serpiente y punto.

Pero no acabó ahí la historia.
Unos seis meses después de la desaparición del reptil apareció en el suelo de la habitación del hermano una piel íntegra y completa de serpiente.
Era evidente que esa era la muda de piel de la pitón desaparecida y lo primero que se nos ocurrió fue mirar en lo alto del armario que se hallaba junto a la piel desnuda.
¡ Y allí estaba la pitón como desperezándose de un largísimo y prolongado sueño !
Había estado invernando plácidamente y ahora tocaban arrebatos para proseguir devorando ratones.
La alegría de mi hijo fue enorme, la de mi mujer grande, la de su hermano mediana, y por qué no decirlo, yo también lo celebré.

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Han pasado los años.
Falleció mi mujer.
Se fueron mis hijos de casa. Uno a Terrassa y otro a Tarancón, en Cuenca.
Son padres ambos de dos niñas preciosas, Paula y Susana.
Y yo me quedé sólo, sin hijos, sin mujer, sin padres y sin pitón.
Y sin ilusión, que tal vez sea lo más dañino, porque persevera y se introduce en la sangre y coloniza hasta lo más profundo.

Aparecieron nuevas amistades.
Las viejas las conservo y de mí han cuidado con cariño y con una dedicación y encomio sin el cual no habría resistido. Me desmoroné hasta donde jamás pensé que podría llegar.
Y sólo se explica porque yo amaba a aquella mujer que fue droga de mi vida. Por imprescindible. Por necesaria. Por irremediablemente insustituible. Por vicio. Por necesidad. Por amor.

Y las nuevas amistades, a las que he entregado todo lo que se entregar y no mas porque no lo tengo o no se hacerlo, se van diluyendo.
¿Azucarillos? No. Creo que no. Espero que no. Deseo que no.
He dado lo que anima y anida en mi alma, pero temo haberlas agotado.
A veces entregar en exceso agobia y creo que no sólo he agobiado sino que he saturado.
Recibí consejos que no acepté porque no los seguí y no lo hice porque no quise y porque el rechazo de una caricia fugaz me hirió en lo más profundo de mi ser.
¡ Qué orgullosos somos a veces !
En demasiadas ocasiones aparece y surge el orgullo excesivo. Pero la herida persiste y supura y duele y huele.

A la hermosa ribereña que años después conocí pretendí obsequiarla persistentemente con la frecuencia del enamorado, y le regalé flores del rosal, para en las noches de roce y besos del cariño depositar pétalos de las rosas amarillas mosqueta por las que muestra entusiasmo en su vientre y en las humedades de su sexo y en sus labios enrojecidos por mis besos encendidos con la vehemencia del amante desmadejado.

Y no se si hice bien.
Tal vez me excedí y por eso pienso que sin darme cuenta saturo y agobio y fatigo.
Si eso es lo que hice lo lamento intensamente porque resultó que de esa hembra me prendé, y muchas noches de desvelos y fatigas no concilio el sueño porque me ronda la mente y su voz muda me susurra placideces que anhelo y preciso para sosiego de mi espíritu.

Y ahora no se si sabré superar distancias físicas que desunen, distancias emotivas que causan conflictos y generan dudas sobre aspectos y cuestiones inexistentes. Pero voy a intentarlo porque esta mujer merece la pena porque si se que es capaz de la entrega del amar, y eso, que suena a habitual, no lo es. Sólo habita en seres de condiciones poco comunes.

Mientras persigo ese objetivo, abandono este septiembre la cercanía del mar que mece perlas en sus cimas porque me voy a proseguir mi vida en la montaña.

Voy, como la pitón de mi hijo, a cambiar de piel porque necesito de forma ineludible seguir nutriéndome de ambientes de vida que me rodeen de otra forma diferente de la actual para tomar de ellos los elementos que fecundan mi sensibilidad y así poder seguir emitiendo en longitudes de onda tal vez diferentes de las de los demás, y creo que esta ciudad y este ambiente ya no me las prestan.

Y tal vez en breve sepa cómo enamorar a esa hembra de tierras de vinos de río que me está emborrachando de amores el corazón.

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