Hace ya años atrás ¿discutíamos?, más correcto comentábamos
mi mujer, nuestro hijo mayor y yo mismo sobre la obsesión que al chavalote le
cogió por tener una serpiente pitón en casa.
Nuestra posición, la de los padres quiero decir, era que ni
hablar, conocedores de las pasiones puntuales del hijo y sabedores de que eso
acabaría significando que los cuidados del animal correrían a nuestro cargo una
vez el entusiasmo inicial del poseer desapareciese del espíritu del hijo.
Así que la decisión fue no, tajantemente no, en casa no
había lugar para una pitón, aún a pesar del amor que mi mujer profesaba por los
animales de sangre fría en contraposición a su animadversión por los de sangre
caliente, y especialmente los pajaritos porque si los coges tiemblan y eso le
provocaba angustias enormes.
Escribo estos recuerdos hoy en mi piso desangelado porque lo
estoy vaciando de recuerdos y de la vida de los últimos treinta y ocho años, ya
que tomé la decisión primaveral de trasladarme a vivir a la montaña y abandonar
la ciudad y mi casa compartida de amor caliente y escribo en este Mac rodeado
de la frialdad de la nada.
Ahorro entretenerme en esta casi crónica de
sucesos y comentar con profusión los enfados, recriminaciones, incomprensiones, malas caras y otros
sucedáneos semejantes de mi hijo y que acompañaron nuestra convivencia los días
siguientes a mi comunicación de que había vendido el inmueble.
Retomo la historia.
Mi mujer y yo no contábamos por aquel entonces con una característica de la personalidad del hijo y que entonces se manifestó en toda su intensidad y hoy yo, mi mujer no puede hacerlo porque la enfermedad la arrastró a dimensiones tal vez de sangre de los reptiles, celebro con alegría: la perseverancia en la búsqueda de sus objetivos.
Mi mujer y yo no contábamos por aquel entonces con una característica de la personalidad del hijo y que entonces se manifestó en toda su intensidad y hoy yo, mi mujer no puede hacerlo porque la enfermedad la arrastró a dimensiones tal vez de sangre de los reptiles, celebro con alegría: la perseverancia en la búsqueda de sus objetivos.
A las semanas de la negativa a convivir con una pitón y su
afición por devorar ratones enteros y vivos para su alimentación, apareció el
hijo con una pitón de casi un metro que encontró, así lo dijo él y así lo
explico yo, en un lavabo público de un centro comercial de los alrededores de
Barcelona en donde inició su vida profesional tras abandonar los estudios
primarios que siempre odió y maltrató.
Instaló un acuario, terrario tal vez sea el término
acertado, en la inútil terraza de nuestro piso de Sarriá, y lo hizo con gracia
y con todo lo necesario para la comodidad de vida del reptil.
Dicho queda porque fue verdad y en respeto a la
honorabilidad del comportamiento de mi hijo.
Y del reptil se ocupó, de alimentarlo y de limpiar las
tierras que habitaba y de mantener el calor que el animal precisaba para su
supervivencia y otros menesteres que no recuerdo ya que mi afición animal es
escasa o incluso nula salvo la observación de los mismos en su habitat natural,
cosa que amo porque al igual que vuelan y fabrican nidos en los alféizares de
las ventanas las golondrinas vuela mi imaginación y las acompaña en su volar
ahora en los cielos y ahora rasante para construir historias en mi pensamiento.
Por las noches mi hijo gustaba de sentarse en el sofá con su
pitón y permitía y gustaba de que se le enrollasese en su brazo, en sus muñecas,
en su cuello y en sus dedos y mi mujer le imitaba dados sus arrebatos por la
sangre fría de esos animales mientras me decía que gustaba del contraste con la
mía de calores sofocantes pero que tanto amaba en nuestras noches de entrega
mutua.
Pero una noche en la que el sueño frente al televisor venció
a mi hijo la pitón se escurrió con su silencio original y reptilíneamente
desapareció.
La buscamos durante días y días por toda la casa, pero no
fuimos capaces de dar con ella. Pensamos, pensó el hijo, que a lo mejor se
había escapado por el water, dado que allí fue donde él la halló en aquel
centro comercial. Pienso, y pensaba también entonces, que así se justificaba
para proseguir escondiendo meses después su mentira del hallazgo del reptil,
pero era una posibilidad y como tal había que aceptarla.
La dimos por pérdida.
Se acabó el reptil pitón.
Empezó una nueva lucha que planteó el chaval al sugerir
adquirir en tienda especializada otra, pero hasta en esta ocasión el placer que
mi mujer experimentaba por palpar la piel fría y escamosa de la serpiente se
había saciado. No se compraba una nueva serpiente y punto.
Pero no acabó ahí la historia.
Unos seis meses después de la desaparición del reptil
apareció en el suelo de la habitación del hermano una piel íntegra y completa
de serpiente.
Era evidente que esa era la muda de piel de la pitón
desaparecida y lo primero que se nos ocurrió fue mirar en lo alto del armario
que se hallaba junto a la piel desnuda.
¡ Y allí estaba la pitón como desperezándose de un largísimo
y prolongado sueño !
Había estado invernando plácidamente y ahora tocaban
arrebatos para proseguir devorando ratones.
La alegría de mi hijo fue enorme, la de mi mujer grande, la
de su hermano mediana, y por qué no decirlo, yo también lo celebré.
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Han pasado los años.
Falleció mi mujer.
Se fueron mis hijos de casa. Uno a Terrassa y otro a
Tarancón, en Cuenca.
Son padres ambos de dos niñas preciosas, Paula y Susana.
Y yo me quedé sólo, sin hijos, sin mujer, sin padres y sin
pitón.
Y sin ilusión, que tal vez sea lo más dañino, porque
persevera y se introduce en la sangre y coloniza hasta lo más profundo.
Aparecieron nuevas amistades.
Las viejas las conservo y de mí han cuidado con cariño y con
una dedicación y encomio sin el cual no habría resistido. Me desmoroné hasta
donde jamás pensé que podría llegar.
Y sólo se explica porque yo amaba a aquella mujer que fue
droga de mi vida. Por imprescindible. Por necesaria. Por irremediablemente
insustituible. Por vicio. Por necesidad. Por amor.
Y las nuevas amistades, a las que he entregado todo lo que
se entregar y no mas porque no lo tengo o no se hacerlo, se van diluyendo.
¿Azucarillos? No. Creo que no. Espero que no. Deseo que no.
He dado lo que anima y anida en mi alma, pero temo haberlas
agotado.
A veces entregar en exceso agobia y creo que no sólo he
agobiado sino que he saturado.
Recibí consejos que no acepté porque no los seguí y no lo
hice porque no quise y porque el rechazo de una caricia fugaz me hirió en lo
más profundo de mi ser.
¡ Qué orgullosos somos a veces !
En demasiadas ocasiones aparece y surge el orgullo excesivo. Pero la herida
persiste y supura y duele y huele.
A la hermosa ribereña que años después conocí pretendí
obsequiarla persistentemente con la frecuencia del enamorado, y le regalé
flores del rosal, para en las noches de roce y besos del cariño depositar
pétalos de las rosas amarillas mosqueta por las que muestra entusiasmo en su
vientre y en las humedades de su sexo y en sus labios enrojecidos por mis besos
encendidos con la vehemencia del amante desmadejado.
Y no se si hice bien.
Tal vez me excedí y por eso pienso que sin darme cuenta saturo y agobio
y fatigo.
Si eso es lo que hice lo lamento intensamente porque resultó
que de esa hembra me prendé, y muchas noches de desvelos y fatigas no concilio
el sueño porque me ronda la mente y su voz muda me susurra placideces que
anhelo y preciso para sosiego de mi espíritu.
Y ahora no se si sabré superar distancias físicas que desunen,
distancias emotivas que causan conflictos y generan dudas sobre aspectos y
cuestiones inexistentes. Pero voy a intentarlo porque esta mujer merece la pena
porque si se que es capaz de la entrega del amar, y eso, que suena a habitual,
no lo es. Sólo habita en seres de condiciones poco comunes.
Mientras persigo ese objetivo, abandono este septiembre la cercanía del
mar que mece perlas en sus cimas porque me voy a proseguir mi vida en la montaña.
Voy, como la pitón de mi hijo, a cambiar de piel porque
necesito de forma ineludible seguir nutriéndome de ambientes de vida que
me rodeen de otra forma diferente de la actual para tomar de ellos los elementos que fecundan mi sensibilidad y así
poder seguir emitiendo en longitudes de onda tal vez diferentes de las de los demás, y creo que esta ciudad y este ambiente ya no me las prestan.
Y tal vez en breve sepa cómo enamorar a esa hembra de tierras de vinos de río que me está emborrachando de amores el corazón.
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