viernes, 26 de septiembre de 2014

Otoño, caos, un ruiseñor y a veces un jilguero.

 
Hace varias noches que en mi habitación canta el ruiseñor.

Despliega su repertorio de trinos y gorgoritos, borboteos, silbidos y pitidos sincopados y algún sonido que recuerda el repicar del pico del pájaro carpintero en el árbol y otros que traen a la memoria el canto de alarma de la rana.
Sus notas, unas roncas y otras líquidas, compiten con el jilguero que frecuenta ciertas noches de mi habitación y el alba de mi despertar.

Hace varias noches que el ruiseñor despide el calor desde mi habitación.
¿O saluda la entrada del otoño de la madrugada de hace unos días?
¿O da la bienvenida a su período migratorio?
¿O despide la habitación, la casa entera, nuestra calle y nuestro pueblo que no es un pueblo porque es un barrio pero que huele como un pueblo?

Es posible que lo atienda todo en mezcolanza porque es bien cierto que entra el otoño amarillo, ocre, dorado, rojo, morado, llega el otoño y su atmósfera melosa de veranillo de San Miguel, el otoño de la vaga hora del crepúsculo cuando las hojas no son todavía de oro y el agua de los lagos y las charcas se estanca contemplativa como un espejo herrumbroso, y es cierto también que abandonamos esta casa sarrianenca que habitamos treinta y siete años para emigrar el ruiseñor hacia las tierras cálidas del norte de África y yo hacia las tierras heladas de la Catalunya Nord.

El ruiseñor tiene adquirida la costumbre de la emigración por lo que no le afecta repetir una vez más. Es su vida y su destino. Y volverá para reencontrar la felicidad de la reproducción con la hembra. Y repetirá el círculo tantas veces como su existencia se lo permita.
Yo debuto. No emigré más que en mi época de estudiante universitario y se redujo a dos años porque el segundo verano caluroso y bochornoso surgió la hembra de manchitas rojas en su piel de melocotón y cuyo origen procedía de tierras más frías.
Y mi calor la cautivó y su sosiego me embriagó, y únicamente sus manchas marchitadas lograron que ella emigrase mientras yo permanezco buscando cada noche el canto incansable del ruiseñor en el alba de nuestra habitación.
Y en ocasiones el silvestre y alegre trino del jilguero que hace el dueto con mi ruiseñor.

Me ha costado tomar esta decisión.
La facilitó la necesidad de la disposición de recursos y la complicó la nostalgia y la melancolía de los olores y sabores de este pueblo mío que no es un pueblo porque es un barrio pero que huele como un pueblo. También los saludos que en su recepción y despido contabilizo desde la casa hasta la Plaza y desde la Plaza hasta el Bar y desde el Bar hasta la floristería y el quiosco y la librería pringada del olor de las patatas bravas con all i oli del antiguo pero actual Tomás de Sarriá.

Pero la decisión está tomada y casi ejecutada. En breves días quedará el tema cerrado. A la finalización de septiembre, en brumosa coincidencia con la nitidez del primer día que habitamos la casa hace casi cuatro décadas.

Mientras al anochecer espero el canto del ruiseñor que despierta mis añoranzas de besos y abrazos y roces y carantoñas y arrumacos vomitados en nuestros cuerpos enredados y entrelazados, me invaden con lentitud sentimientos de vacuidad, de desubicación, incluso de nomadismo, porque presiento trasiegos futuros y más o menos inmediatos y continuos. Se apoderan de mí sentimientos de angustia e intranquilidades que mal templan el estómago y provocan breves nauseas de soledad.

Mi vida de aposento invariable finaliza.
Es cierto que me establezco en otro lugar, y en esta ocasión en una casa de verdad, no en colmena de ciudad, rodeada de jardín por su parte delantera y  de huerta por la trasera, envuelta en nieve y hielo en los meses del invierno, aturdida por el calor seco en el verano y con muchas lluvias en la primavera y en el otoño.
Rodeada de árboles, cielo y nubes, de pájaros del cielo y establos de vacas, ovejas y cerdos, de montañas y ríos y lagos y no del gris cemento civilizado y de bloques de ladrillo, de hormigón y de asfalto en sus calles y avenidas y paseos y plazas duras que lastiman los pies y las artrosis de sus ancianos.
Todo esto es cierto, como también lo es que ahora me posee una cierta ansiedad que me pregunta si sabré vivir en los ambientes en los que de natural deberíamos vivir, tras una vida de urbanita en este asociacionismo mal encajado con la singularidad del hombre que han creado las sociedades modernas a las que pertenezco.

Me domina un cierto caos, o la sensación de un cierto caos, que lo acrecienta el ver la casa del pueblo llena de cajas en desorden y pendientes de vaciar para ubicar en algún lugar su contenido, puede que innecesario en muchas ocasiones, pero del que no he sabido desprenderme por ese apego que profesamos a las cosas que adquirimos y que pasan a ser de nuestro dominio y que gustamos resaltar anteponiéndoles los artículos posesivos.

La incertidumbre de no saber dónde viviré los próximos meses, atractivo y emocionante por un lado y agitador y coctelera de sentimientos que precisan de estabilidades por otro, el hecho de tener todos mis enseres embalados en la casa y hasta en la leñera del jardín que claudicó antes las cajas de ser leñera para ser almacén, y para completar el cuadro, mi tórax también embalado desde que se fragmentó en pleno traslado mi columna vertebral, me sumergen en este caos que a veces adoro y en muchas ocasiones detesto.

Es posible que, atendiendo al pensador Gregory Norris-Cervetto, el caos no sea más que el orden que todavía no comprendemos, y es por ello que volverá la armonía.

Esta noche el ruiseñor volverá a cantar en mi habitación, tal vez el jilguero irrumpa también al alba y ambos con sus trinos me recordarán que lo importante es la vida, y que en la casa del pueblo me esperan para buscar la sonrisa, la risa franca y abierta, y la alegría.

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