Hace varias noches que en mi habitación canta el ruiseñor.
Despliega su repertorio de trinos y gorgoritos, borboteos,
silbidos y pitidos sincopados y algún sonido que recuerda el repicar del pico
del pájaro carpintero en el árbol y otros que traen a la memoria el canto de
alarma de la rana.
Sus notas, unas roncas y otras líquidas, compiten con el
jilguero que frecuenta ciertas noches de mi habitación y el alba de mi
despertar.
Hace varias noches que el ruiseñor despide el calor desde mi
habitación.
¿O saluda la entrada del otoño de la madrugada de hace unos
días?
¿O da la bienvenida a su período migratorio?
¿O despide la habitación, la casa entera, nuestra calle y
nuestro pueblo que no es un pueblo porque es un barrio pero que huele como un pueblo?
Es posible que lo atienda todo en mezcolanza porque es bien
cierto que entra el otoño amarillo, ocre, dorado, rojo, morado, llega el otoño
y su atmósfera melosa de veranillo de San Miguel, el otoño de la vaga hora del
crepúsculo cuando las hojas no son todavía de oro y el agua de los lagos y las
charcas se estanca contemplativa como un espejo herrumbroso, y es cierto
también que abandonamos esta casa sarrianenca que habitamos treinta y siete
años para emigrar el ruiseñor hacia las tierras cálidas del norte de África y
yo hacia las tierras heladas de la Catalunya Nord.
El ruiseñor tiene adquirida la costumbre de la emigración
por lo que no le afecta repetir una vez más. Es su vida y su destino. Y volverá
para reencontrar la felicidad de la reproducción con la hembra. Y repetirá el
círculo tantas veces como su existencia se lo permita.
Yo debuto. No emigré más que en mi época de estudiante
universitario y se redujo a dos años porque el segundo verano caluroso y
bochornoso surgió la hembra de manchitas rojas en su piel de melocotón y cuyo
origen procedía de tierras más frías.
Y mi calor la cautivó y su sosiego me embriagó, y únicamente
sus manchas marchitadas lograron que ella emigrase mientras yo permanezco
buscando cada noche el canto incansable del ruiseñor en el alba de nuestra
habitación.
Y en ocasiones el silvestre y alegre trino del jilguero que
hace el dueto con mi ruiseñor.
Me ha costado tomar esta decisión.
La facilitó la necesidad de la disposición de recursos y la
complicó la nostalgia y la melancolía de los olores y sabores de este pueblo
mío que no es un pueblo porque es un barrio pero que huele como un pueblo.
También los saludos que en su recepción y despido contabilizo desde la casa
hasta la Plaza y desde la Plaza hasta el Bar y desde el Bar hasta la
floristería y el quiosco y la librería pringada del olor de las patatas bravas
con all i oli del antiguo pero actual Tomás de Sarriá.
Pero la decisión está tomada y casi ejecutada. En breves
días quedará el tema cerrado. A la finalización de septiembre, en brumosa
coincidencia con la nitidez del primer día que habitamos la casa hace casi
cuatro décadas.
Mientras al anochecer espero el canto del ruiseñor que
despierta mis añoranzas de besos y abrazos y roces y carantoñas y arrumacos
vomitados en nuestros cuerpos enredados y entrelazados, me invaden con lentitud
sentimientos de vacuidad, de desubicación, incluso de nomadismo, porque
presiento trasiegos futuros y más o menos inmediatos y continuos. Se apoderan
de mí sentimientos de angustia e intranquilidades que mal templan el estómago y
provocan breves nauseas de soledad.
Mi vida de aposento invariable finaliza.
Es cierto que me establezco en otro lugar, y en esta ocasión
en una casa de verdad, no en colmena de ciudad, rodeada de jardín por su parte
delantera y de huerta por la
trasera, envuelta en nieve y hielo en los meses del invierno, aturdida por el
calor seco en el verano y con muchas lluvias en la primavera y en el otoño.
Rodeada de árboles, cielo y nubes, de pájaros del cielo y
establos de vacas, ovejas y cerdos, de montañas y ríos y lagos y no del gris
cemento civilizado y de bloques de ladrillo, de hormigón y de asfalto en sus
calles y avenidas y paseos y plazas duras que lastiman los pies y las artrosis
de sus ancianos.
Todo esto es cierto, como también lo es que ahora me posee
una cierta ansiedad que me pregunta si sabré vivir en los ambientes en los que
de natural deberíamos vivir, tras una vida de urbanita en este asociacionismo
mal encajado con la singularidad del hombre que han creado las sociedades
modernas a las que pertenezco.
Me domina un cierto caos, o la sensación de un cierto caos,
que lo acrecienta el ver la casa del pueblo llena de cajas en desorden y
pendientes de vaciar para ubicar en algún lugar su contenido, puede que
innecesario en muchas ocasiones, pero del que no he sabido desprenderme por ese
apego que profesamos a las cosas que adquirimos y que pasan a ser de nuestro
dominio y que gustamos resaltar anteponiéndoles los artículos posesivos.
La incertidumbre de no saber dónde viviré los próximos
meses, atractivo y emocionante por un lado y agitador y coctelera de
sentimientos que precisan de estabilidades por otro, el hecho de tener todos
mis enseres embalados en la casa y hasta en la leñera del jardín que claudicó
antes las cajas de ser leñera para ser almacén, y para completar el cuadro, mi
tórax también embalado desde que se fragmentó en pleno traslado mi columna
vertebral, me sumergen en este caos que a veces adoro y en muchas ocasiones
detesto.
Es posible que, atendiendo al pensador Gregory
Norris-Cervetto, el caos no sea más que el orden que todavía no comprendemos, y
es por ello que volverá la armonía.
Esta noche el ruiseñor volverá a cantar en mi habitación,
tal vez el jilguero irrumpa también al alba y ambos con sus trinos me
recordarán que lo importante es la vida, y que en la casa del pueblo me esperan
para buscar la sonrisa, la risa franca y abierta, y la alegría.
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