El cuerpo de cualquier mujer tiene al menos una zona en la
que su piel tiene el tacto de la porcelana.
Yo anhelaba desde hacía años encontrar una en la que toda su
piel fuese de fina porcelana, y desde lo más profundo del río vino a mi
encuentro.
Y la conocí.
Y las yemas de mis dedos y los labios de mi boca y mi lengua
surcaron todos los rincones de su piel.
Pero un día en que mis dedos estaba ávidos de porcelana
sucedió que allá donde se posaban convertían su piel en arenisca árida y arisca
hasta hacer brotar la sangre de mis yemas frenéticas que de forma trémula y
nerviosa buscaban la fina porcelana.
Busqué con desespero sus labios y la humedad de su lengua
cálida y hallé duras y secas escamas de lagarto desértico.
La arena y las escamas me gritaban que ella ya no deseaba ni
mis caricias ni mis besos.
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