miércoles, 15 de marzo de 2017

"La Niña de la Cajita de Cerillas".

 
(Dedicado a Patricia McGill, cuentacuentos y fabricadora de historias de origen uruguayo y afincada en Barcelona, a la que no conozco pero que me proporcionó la idea de este cuento sin ella saberlo, y a la niña que yo conocí ya de mujer pero que para mí fue y será siempre “Mi niña, mi amadísima niña”.
Y a mis hijos y sus compañeras, para que le lean esta historia a mis nietas Paula y Susana y así ellas puedan buscar en el firmamento su estrella, la que la niña de la cajita de cerillas creó para ellas).

Cuentan que hubo una vez una niña de cabellos de fuego y ojos como melocotones que guardaban esmeraldas redonditas bajo un paraguas de pestañas muy claras, con su carita y su pequeño cuerpo repleto de preciosas pecas con formas que provocaban que adivinases dibujos y formas en cada una de ellas, que gustaba de ensimismarse por las noches contemplando cielos que a veces se presentaban despeinados por sus nubes alborotadas, otras airados por aires juguetones, en ocasiones serenos como el mar de los amaneceres del verano, y a veces repleto de pequeñas cabritillas, quietas como cuando pastan, desordenadas sobre su manto.

La niña pensaba que, al igual que su piel rosada estaba manchada por sus pecas de color ámbar, el manto azul marino del cielo estaba salpicado de estrellitas luminosas como pequeños brillantes, que bailaban y centelleaban como breves explosiones interminables de luz.

Y la reina del cielo era la luna, esa perla gigante que despedía su luz sobre un manto de color cambiante, desde el lapislázuli hasta el negro del ónix y antes el azul del océano y al inicio del atardecer el azul suave y lindo de los cuentos de hadas.
Cada noche la perla lunar era de tamaño diferente, grande y redonda como una bola, pequeña y minúscula como una uña, parecida a una media rodaja de naranja, y a pesar de que su padre le había explicado que la luna tiene diversas fases, menguante, creciente, luna llena, ella no acertaba a comprenderlo, y por eso le respondía a su padre, un hombre que fumaba en pipa y que era muy culto porque leía mucho y en varios idiomas, que las estrellas ni menguaban ni crecían, sólo resplandecían.

Siempre observaba el firmamento desde el balcón de su habitación, apoyada en una barandilla de hierro frío que gustaba a sus cálidos antebrazos y a las palmas calientes de sus manos, y gozaba de la contemplación del mar de estrellas y del roce suave del viento del anochecer que se deslizaba entre su melena de zanahoria acariciando los pómulos de sus orejas y, un poco más arriba, sus doradas sienes que palpitaban de emoción.

Una noche descubrió, olvidada sobre la barandilla de su balcón, una pequeña cajita de cerillas, de aquellas cerillas de antaño que se hacían con un papelito encerado y del color de la mostaza clara y que se enrollaba sobre sí mismo hasta convertirse en un palito que se remataba en uno de sus extremos por una bolita de fósforo blanco.

¡ Y tuvo una idea !
Decidió prender una cerilla, frotando la cabecita de fósforo blanco con el papel de lija del lateral de la cajita, y contempló el palito ardiendo hasta que, antes de quemarse las yemas de los dedos, lo lanzó hacia el cielo apretando muchos los párpados de sus ojos para desear que la luz de la cerilla se convirtiese en una nueva estrella del firmamento.

Al abrir sus ojazos de melocotón y esmeralda al cabo de unos segundos, su carita pecosa se llenó de júbilo, porque una estrella del cielo le guiñaba un ojo parpadeando alegremente, y la niña quedó convencida de que aquella era su estrella, la estrella de la cajita de cerillas.
Y se fue a dormir presa de una alegría contenida, y durmió, aquella noche en la que creó una estrella, su estrella, plácida y serenamente.

Durante los días siguientes repitió la misma operación de encender una cerilla, verla arder y lanzarla al cielo, para después buscar la suya, que encontraba rápidamente porque su estrella le emitía guiños de cariño, y una de esas noches, en la que distraía su mirada entre las estrellas del cielo y la reina luna, pensó que si ella tenía una estrella era posible que todas las personas, o por los menos las personas que formaban su mundo más cercano, deseasen tener una estrella propia, y razonó su pensamiento en que en infinidad de ocasiones había oído decir a los mayores que todo el mundo tiene su propia estrella, buena o mala estrella, pero estrella al fin y al cabo, y decidió que ella tenía una obligación: crear estrellas todas las noches de su vida.

Y así fue como cada noche repetía la misma operación cuando salía a su balcón y se apoyaba en la barandilla de frío y agradable hierro: después de disfrutar durante un tiempo de la contemplación de las estrellas y de la luna de color perla, cogía su cajita de cerillas, encendía una de ellas, miraba con la vista fija la llama que la cerilla consumía, cerraba los ojos apretándolos con fuerza y, en cuanto notaba el calor rozando las yemas de sus dedos, lanzaba la cerilla al cielo para abrir sus grandes ojos y descubrir de nuevo el guiño de una nueva estrella.
Después se retiraba a su cama para descansar, y arropada ya entre sus sábanas y mantas, enviaba a través de los cristales de la ventana cerrada un beso cálido a su estrella y al firmamento entero.

Una noche ya de finales de verano, cuando el otoño empezaba a dejarse ver en algunos árboles y en algunas lluvias, al salir a su balcón se encontró con que el cielo era un manto de amianto tan compacto que permitía intuir la luz de la luna pero no dejaba ver ninguna estrella.

La niña se quedó tan sorprendida que se le quedó la boca abierta durante largo tiempo, y hasta que no la cerró no pudo pensar.

Pero, pasada la sorpresa, pensó que aunque fuese una sola estrella ella la quería ver y contemplar esa noche gris y encapotada, pero no sabía si la cerilla que encendería, al volar al cielo, se quedaría antes de la cartulina que a sus compañeras escondía o la traspasaría y con sus compañeras se situaría.
No quedaba otra que probar a ver qué pasaba.
Encendió la cerilla, observó fascinada la combustión, cerró lo ojos, apretó los párpados, sintió el calor de la llama en sus yemas y lanzó la cerilla al firmamento.
Cuando abrió los ojos pudo ver la nueva estrella brillando como un solitario brillante sobre el capote del cielo entumecido, y sólo perdió su visión cuando sus ojos grandes de melocotón y sus pupilas de verde esmeralda se ahogaron en lágrimas de alegría y amor por la estrella que cada vez brillaba y parpadeaba más en guiños de amor y alegría.
Aquella noche no pudo ver ni hablar con su estrella, escondida en ese manto carcelero de las brillantes estrellas y de la perla de la luna, pero supo que en las noches tapadas, tormentosas o lluviosas del otoño y el invierno siempre podría crear una estrella para contemplar y soñar con ella.

Unas noches después, y ya en su balcón, la niña del pelo del color del cobre y ojos esmeralda de melocotón, pensaba que una sola estrella en el manto de amianto de las noches cerradas podría sentir una soledad inmensa, por lo que algo debía ingeniar para ese problema solucionar.
Y encontró la solución al encender la cerilla de todas las noches: observó que al prender el fuego en el fósforo surgía del mismo un baile de chispas diminutas, y comprobó que, al soplar sobre ellas sin apagar la llama de la cerilla, ascendían al cielo para buscar su lugar en el firmamento, mientras esperaban que la última estrella que surgía antes de quemar la yema de sus dedos las acompañase en su rápido ascender al cielo que aquella noche era de un negro ónix de invierno frío y despejado.
Y, después,  volvió a irse a hundir entre sábanas blancas y edredones de colores de su cama para conciliar un sueño reparador con la sonrisa que desde que amistó con las estrellas mecía sus sueños de cada día.

Noches después observó, con enorme preocupación, al salir a buscar el contacto con el hierro de su barandilla y el firmamento de sus estrellas y la perla hermosa de la luna, que su cajita de cerillas  se agotaba.

¿No podré crear más estrellas? –se preguntó en un silencio aterrador.

La idea de agotar las cerillas la hacía palidecer, y un sudor frío recorría su cuerpo desde la coronilla hasta la punta de los dedos gordos de los pies, y esa sensación le producía un mareo que le hacía tambalearse, y es por ello que no conseguía encontrar la tranquilidad necesaria para pensar con claridad.

Decidió concentrarse en la labor que todos los días la llevaba al balcón, por lo que encendió el fósforo, sopló las chispitas para que ascendiesen hacia el cielo velozmente, dejó llegar el calor de la llama hasta sus dedos, y lanzó la cerilla con todas sus fuerzas en dirección a la luna que lucía sus tonalidades de perla.

Después buscó la nueva estrella y la localizó casi de inmediato porque ésta ya le guiñaba el ojo.

Y fue en ese preciso instante cuando se produjo el milagro que daba solución a sus preocupaciones por la escasez de cerillas que le quedaban en la cajita.
El cielo entero, el cielo por completo, el firmamento en toda su inmensidad empezó a escupir estrellas en dirección al balcón de la niña del pelo color cobre.
El cielo llovía estrellas que descendían a toda velocidad en dirección a las montañas, a los ríos y a los valles, a los mares y a los lagos, a los pueblos y las ciudades, y algunas de esas estrellas minúsculas  se introdujeron en la cajita de cerillas que había quedado semiabierta sobre la barandilla del balcón, mientras la luna reía y danzaba allá en todo lo alto del manto azul intenso.



Entonces la niña recordó que su padre le había explicado que la lluvia de estrellas era un fenómeno que los astrólogos ya conocían, y que esas estrellas eran denominadas por ellos como las perseídas, las gemínidas, las leónidas, las líridas,… y otros nombres complicados de recordar para una niña.

Y además, ¡que más daban los nombres de la lluvia de estrellas!

Lo importante es que su cajita estaba de nuevo repleta de estrellitas que bailaban e iluminaban su cara pecosa y sonrosada, sorprendida y asombrada.

La niña miró al cielo, que persistía en llover estrellas, lanzó un beso con la palma de su mano hacia la luna, y corrió a acostarse para descansar de tantas emociones.

Antes de cerrar sus ojos abrió la cajita de nuevo para contemplar el brillo de las pequeñas estrellas antes de dormirse, y ¿sabéis que se encontró?

Pues encontró que la cajita estaba llena de palitos encerados y coronados por una bolita de fósforo blanco, para que ella pudiese seguir creando estrellas todas las noches de su vida.

La niña sonrió dulcemente, acarició lentamente la cajita de cerillas con las yemas de sus dedos aún calientes por la reciente cercanía de la llama de la última cerilla, la dejó sobre su mesita de noche, y se durmió mientras en el interior de la cajita se oía un ligerísimo ronroneo de una alegría dulce como la miel y serena como la perla blanca de la luna.

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