Un ganso graznaba con desespero al sol desde el fango de su
corral porque no podía más que recordar lo ganso que era.
Plantadas las patas torpes y estirado el cuello desabrido y
el pico plano de su cara triste y aleteando tontamente le gritaba al sol la depresión
por su escasa gracia y agilidad en sus movimientos y su excesiva agresividad
con lo desconocido y que le había impulsado a ser el sereno de la luna llena y
de la creciente y de la menguante y porque todos los que no recibían sus
graznidos por conocidos le tildaban de patoso, desangelado, desgarbado,
anodino, malasombra, ñoño, soso, sonso, zonzo, bobo, tonto, tardo, lento,
malángel, holgazán, incapaz, vago, payaso, y gandul, y ello aún a pesar de
deleitarles con sus excelentes huevos de ganso, patés, rilletes y magrets.
En vista de que todos lo consideraban de escasa y poca
maestría para hacer algo de provecho el ganso no hacía nada salvo graznar y
rellenar de plumas almohadones y almohadas y almohadillas y edredones y
acolchados y cojines y cuadrantes y cabezales y cabeceras y sobrecamas y
cubrecamas y colchonetas y otros enseres para cubrir o reposar el cuerpo con su
plumaje de ganso doméstico.
Y así pasaba el ganso la vida y se conformaba de alguna
forma al pensar que tal vez no debía hacer nada para así disponer de plumas
apreciadas por su gran calidad y para que fuese cierto aquello de que todo en
la vida tiene una explicación.
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