La obsequié con una perla negra sobre las cenizas grises de los restos de mi mujer, en la huerta de mi casa que trabajo
con mis brazos, con mi espalda y con los sudores que ya no me corresponden.
En ese mismo momento, mientras la besaba con la luz del sol
cálido que empezaba su retiro, decidí amarla a pesar de que sabía que ahí mismo
la perdía.
En el abrazo de amor que le tendí derramé unas lágrimas de
mercurio, de aluminio y de plata espesa, que son las lágrimas de la pérdida y
de la angustia.
Ella no las vio.
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