domingo, 1 de mayo de 2016

La generosidad es cuestión de ida y vuelta.

 
Hoy, primero de mayo de 2016, la generosidad me ha inundado y me ha abrazado.

Le he regalado la bicicleta de mi mujer a la camarera dominicana que me atiende en la terraza y el comedor que frecuento.
Antes la he limpiado y la he engrasado, porque desde hace ocho años no se movía de la leñera de mi casa.
Le he pedido permiso a Susan, porque suya era la bici, y desde una nube que apuntaba colores como los de sus pecas me ha respondido que todo lo que sea amar y cuidar de los demás a ella le enamora. Y la nube se ha desmembrado en cuatro o cinco nubecillas porque cuando una nube ríe se multiplica en otras.
A la dominicana del color del tabaco de mascar le ha encantado.
Tres platos y seis piñones, color naranja intenso, asiento acolchado, barra de mujer, ligera como un ave, veloz como le permitan sus piernas.
Se ha marchado de casa con su nueva bicicleta feliz, feliz como un pájaro, como una urraca, porque vestía camiseta blanca que destacaba sobre su piel dominicana y con una sonrisa en su cara de piel de ciruela oscura en la que brillaban unos dientes blancos blanquitos como el azúcar de su tierra.

Después he ido al mercadillo de los domingos de Puigcerdà y donde compro el plantel que planto en mi huerta me ha atendido una chica que lucía unos ojos bellísimos.
No me he podido resistir y se lo he dicho.
Me ha regalado la compra mientras me decía que le había arrancado una sonrisa en un primer domingo de mayo en el que nevaba y el frío apretaba.
Me he quedado mirándola y buscando en mi garganta la palabra gracias, palabra que no encontraba porque seguía herido por esos ojos que me congelaban.
Ella se ha ruborizado y ha decidido atender a otro cliente al que sí cobraría.
Yo he tenido que estornudar para recuperar la movilidad y marcharme de su parada.
Le he dirigido una mirada y me ha lanzado un beso que el aire frío ha retenido unos instantes en el aire para que me diese tiempo a recogerlo con la palma de mi mano y poder devolvérselo con un soplido. Se ha llevado las manos al rostro y me ha dedicado una risa ligera que hoy dormirá conmigo. Y mañana. Y puede que toda la semana.
Hasta que vuelva el próximo domingo a decirle que su mirada me escalofría y a ella le asomen manchas coloreadas de rojo en sus mejillas de mujer piropeada.

En otra parada del mercadillo he saludado a un árabe que me suelo encontrar en algunos de los bares que frecuento, y los frecuento porque en los bares es donde se encuentran los cobijos en los momentos y días de soledades. Y yo los tengo.
El moro es calvo, y debe ser por eso que vende gorras, boinas y sombreros.
Me ha regalado una gorra, mientras me decía que lo hacía para que yo no pierda mi melena y porque me aprecia porque a alguna cerveza lo he convidado.
Quería darle las gracias, pero me ha hecho gestos de que me largase con prontitud, que no quería que otros clientes a los que cobraría se apercibiesen de que yo no pagaba. Todo con gestos, pero lo he entendido.
Yo le he contestado con otro gesto que decía que en el futuro la cerveza la pago yo.
Con el pulgar me ha dicho que de acuerdo, y después con la mano adiós.
Yo también me he despedido gestualmente.

Más arriba, la parada de las flores, gente que vienen cada domingo desde Vilassar de Mar, en el Maresme de la costa norte barcelonesa.
Suelo detenerme para comprar flores. Adornan la casa y la perfuman con olor de flor y campo. Decoran.
He comprado claveles de diversos colores, en pomos, para diferentes jarros, y me han regalado un rosal que me dicen dará rosas amarillas.
Regalo de la casa, me han dicho, para mi mujer.
Les he dicho que falleció hace algo más de siete años, y ella, mujerona de más de cincuenta años, potente, fuerte, de manos y palmas de trabajadora de exterior se ha puesto a llorar y moquear. Yo la he consolado. Me ha dicho que me veía muchas veces con ella por el mercadillo y que siempre comentaba con su marido, un hombretón recio pero también de lágrima fácil porque le resbalaba una por su mejilla enrojecida por el aire y el frío, que le parecíamos una pareja enamorada y feliz, cogidos de la mano y riendo con frecuencia.
Entonces ya no he podido consolarla porque mi alma se ha retorcido y le he dado las gracias por el rosal y le he dicho que la primera rosa amarilla será para ella.
Me ha besado ruidosamente mientras recogía en su pañuelo más y más lágrimas y se sorbía los mocos.

Me he ido a mi terraza de Llívia. Ya era la una del mediodía. Y me apetecía descansar con una cerveza y gozar del sol que había sustituido al frío y a la nieve de la mañana.

Descansar del cansancio por demasiado recibido, demasiada generosidad conmigo.
Yo sólo había regalado una bicicleta a una morenita que me cuida en mi terraza.

Y entonces una francesa a la que le regalé un bote de mermelada de naranja amarga, de las naranjas que me recoge Ahmed de la calle Salvador Mundi de Sarriá,  y que no conocía pero que ahora ya es mi amiga, me ha obsequiado con un ramito de “muguet”, regalo típico entre los franceses el primero de mayo, y me ha rogado que este verano le haga más mermeladas.

Le he dicho que sí, que le haré confituras, y entonces se ha ido a su coche y ha regresado con un pote de semillas de rosas “tremiaires” que me ha entregado después de arrancarme el compromiso de sembrarlas en mi jardín y regalarle rosas todo el verano.

Cumpliré con ella.

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