(Dedico este pequeño cuento a Ana María Shua, que me hizo
conocer el hueco poplíteo y reflexionamos sobre las pinturas de las mujeres
antes de la noche, cuando se pintan los ojos, la nariz e incluso los dedos de
los pies. Son las mujeres que al alba ya no están porque a lo largo de las
noches y de los hombres se van borrando. A ella dedico este pequeño cuento,
porque cuento es).
El amor de las madrugadas es tibio como el amanecer.
El de la noche es gélido.
Algunas noches quiero a algunas mujeres que no quiero y no
sé qué calor recogen sus cuerpos ni sus senos y ni siquiera reconozco si tienen
calidez en sus entrañas porque es misterio y es misterio que no sé descubrir.
El calor de las mujeres que a veces quiero carece de la
humedad del amor tierno y de la caricia que respeta el sudor del amor y de la
entrega. No hay entrega porque sólo hay el roce y el egoísmo del que precisa de
un cariño que no sabe encontrar y que tal vez jamás encontrará.
El amor necesita del sufrimiento de los cuerpos para que
ambos aprendan que se aman y se destrocen en su restriego y en su arrastrarse y
en su confusión.
El amor de dos cuerpos que se desean es sonrisa y nunca risa
que es convulsa y la sonrisa es enigmática y confidencial y es compañera sin
lucha y cómplice y es el silencio de amantes que se reconocen en otros cuerpos
y se abandonan a los encantos de la brujería del amor.
Las mujeres que yo quiero no son de “eixe mon”.
Nunca lo han sido y nunca podrán serlo.
Son mujeres superiores que no saben de amores de la tierra
baldía y el corazón desolado que nos dejan al amanecer y ellas saben de amor de
firmamentos y de cielos oscuros de luna llena y de lagos y de mares que
nosotros ni entendemos ni sabemos comprender.
Alguna me ha querido y la mayoría no me ha entendido pero no
me importa porque la más bonita de esas brujas que era de ojos verdes y pelo
rojo me amó tal vez seducida por un embrujo.
El amor de las noches de calor de chimenea es frío y al
amanecer es tibio pero al inicio de la luz opaca y uniforme es destemplado y es
extraño y solitario. Más tarde se templa y aunque no sea cierto ayuda a
conquistar el día y el alma de los
que se quedan solitarios.
El amor maldito de los amaneceres es el que te deja con la
cabeza mal asentada y la boca pastosa y el mal aliento que es el del querer sin
querer.
La soledad no es mala pero pesa como el sueño.
A mí me pesa y me sobrepasa.
El amor de esas madrugadas es liviano y el dolor pesa y el
dolor del amor sobrepasa.
Las mujeres de mi vida no son de “eixe mon” y ni siquiera
del que vendrá ni del que diseñaría Ana María Shua.
Tampoco del que yo dibujaría. Mis mujeres son eternas y yo
me acabo bastante rápido.
Ese amor del que ahora hablo es témpano y yo lo quiero lento
e incandescente, lento, lento, lento hasta que abrase y consuma y agote.
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