Estoy sentado en la arena de la playa de “Los Palomares”,
casi con los pies en la orilla del mar, en la costa norte barcelonesa, en el
Maresme.
Frente a la mar, a veces me gusta el femenino con el que de
él se puede hablar, y en el mismo lugar en el que hace cuatro años, ya al
atardecer, casi dominado ya por la oscuridad, lancé una tercera parte de las
cenizas de mi amada al mar Mediterráneo.
Me gustó hacerlo casi ya entrada la noche, porque no había
nadie y ella era amante del silencio, que aunque puede hacer mucho ruido sólo
lo hace para uno.
Ella amaba el sigilo, la serenidad, la compostura, la
modestia, la discreción y el recato, al igual que mi madre.
Paz, sosiego, calma.
Por eso eran las mujeres de mi vida.
Por opuesto a mi escándalo.
Las otras dos partes, de sus cenizas digo, están repartidas
entre “Los Gorilas”, zona de recreo de la finca familiar que ella gustaba de
visitar, y nuestra casa de la montaña, en la Cerdanya francesa, en su huerto
que yo trabajaba y ella, para satisfacción mía, recolectaba mientras me sonreía
silenciosa, sigilosa, cautelosa, y alguna vez enviándome un besito volátil y
ligero que yo recibía con un brinco en mi corazón.
Escribo estas líneas mientras los noticieros comunican que
la voz cálida y húmeda de Georges Moustaki nos abandonó y a mí me invade una
añoranza y melancolía de miel que desciende como una sábana blanca por todo mi
cuerpo con la misma parsimonia de aquellos días en los que las caricias y los
besos y los arrumacos y el descubrimiento del cuerpo deseado se prolongaba y se
derretía antes del amor gracias a sus letras y a su música, y también a esas
noches de ojos de musarañas escuchando su guitarra y el pegamento pegajoso y
envolvente de su entonación.
Que descanse el sigiloso lamer y masticar musicalidad de sus
letras que eran canción.
Pero yo estaba en lo que estaba que era estar sentadito allí
en la playa y recordando a mi compañera y se me cayó una sola lágrima sigilosa
que se vertió de mi ojo izquierdo y al retirarla con las yemas de mis dedos topé
con un bultito que decidí inspeccionar.
En el interior de la lágrima hallé a un minúsculo, diminuto
gnomito, con su gorrito puntiagudo rojo y sus zapatitos de fieltro peludito,
con su frondosita barba, sus bermellones mofletes, sonrisa de oreja a oreja
como sinónimo de bondad, con larga cabellera, todo el vestido de rojo salvo
cinturón negro de hebilla plateada.
En la palma de mi mano el gnomo se presenta.
Me dice de entrada que su nombre es Sigilo, y que no me
sorprenda porque entre ellos se ponen nombres acordes con sus características y
que al ser pequeñito sus padres supusieron que mucho ruido no ocasionaría y por
eso Sigilo le pusieron.
Me explica que salió por una de mis lágrimas porque vive en
el niño que llevo dentro, en ese niño que vive dentro de mí.
Que otras veces salió por el ombligo y que yo ni me enteré
por su sigilo y cautela, pero que hoy me vio derramar una lágrima por mi amada
y consideró que salir debía para compartir conmigo que soy su morada algo de su
sabiduría.
(continuará)
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