sábado, 27 de julio de 2013

Historia de unos globos (Capítulo 6)

 
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A los pocos días, Martín paseaba por los alrededores del Casino de su pueblo y en una esquina de una calle que nace junto a la entrada principal de ese Centro social y de reunión popular vio apostado a un hombre viejo que vendía globos de colores que tenía amarrados en un ramillete mientras flotaban a criterio del viento.

El viejo se dirigió con la mirada a Martín y le ofreció adelantando una mano un globo verde. Martín decidió no prestar atención al ofrecimiento ya que él esperaba su propio globo verde, pero de pronto le pareció intuir, en un contraluz, una sombra oscura en el interior del globo del vendedor.

Corrió hacia él, y comprobó con el corazón en saltimbanqui que el globo contenía algo parecido a los rollitos de papel que bien conocía, por lo que se aprestó a buscar monedas en sus bolsillos para hacerse con el globo, pero el viejo vendedor le dijo que las nubes en sus silenciosos desplazamientos y los pájaros con el sordo sonido de su aletear y el viento en su regular ulular le habían comunicado que debía entregárselo al niño que se identificase con el nombre que le habían susurrado.
Martín se apresuró a identificarse y el viejo sonrió mientras le entregaba el globo verde que asía con su cintita de serpentina.

Corrió Martín a encerrarse en su cuarto para conocer las noticias que Xesca le enviaba de tan curiosa manera, leyó el mensaje tan deprisa por la emoción que tuvo que repetir la lectura para comprender el sentido exacto del mismo, y tras ello miró el reloj de pared de su cuarto y comprobó que… ¡ sólo faltaban siete minutos para que fuesen las 12:00 h. de aquel sábado de final de verano !

Concentró toda su atención en el reloj para exactamente cuando las manecillas del reloj se alineasen una sobre la otra y ambas apuntando el número doce tocarse con el dedo índice de su mano izquierda la punta de su nariz.

El segundero parecía que quería entretenerse en su discurrir por la esfera blanca del reloj de pared, los segundos se sucedían con una enorme lentitud al contrario que el corazón de Martín que golpeaba su pecho cada vez más deprisa y con más fuerza, sólo faltaban ya algo menos de cinco minutos y Martín daba vueltas en su cabeza sobre en qué pensaría cuando frotase su nariz justo al cumplirse le mediodía.

Cuando el reloj marcaba que sólo faltaban treinta segundos para la hora exacta Martín decidió que se asomaría a la ventana para iniciar el ritual que le proponía Xesca, y cuando el sol se situó en su punto más alto coincidiendo con la mitad del día depositó la yema de su dedo índice izquierdo sobre la punta de su nariz mientras contemplaba como el sol en todo su esplendor y una luna de luz y contornos difuminada, casi translúcida y lejana, también lucía en el cielo claro y le decía con la suavidad de algodón de las nubes que su amiga estaba en ese mismo instante con él, y desde el cielo de su ciudad, con la yema del índice izquierdo sobre su nariz de niña.

Y a Martín lo invadió un deseo y pensó que ojalá la luz del sol y la luna que contemplaba desde su ventana acompañase por siempre a su amiga y que en los momentos de la dificultad la luz del relámpago brillase aún con más fuerza que la luz amarilla del sol y la luz celeste de la luna.

Por la tarde Martín recordó que debía contestar a su amiga de los globos y cuando el sol caía y el fresco de la tarde permitía un pensamiento más ágil y ligero cogió el lápiz y el papel y esto redactó:

“Querida Xesca: qué emoción este mediodía cuando toqué la punta de mi nariz y noté tu presencia mientras miraba el fulgor del sol y la luz amortiguada y clandestina de la luna.
Ella me dijo que tú hacías lo mismo en el exacto momento en que yo lo hacía.
Cuánto me gustaría conocer tu rostro, tu expresión, tu mirada, el color de tu cabellera y el tacto de tu piel.
Y la luna me ha dicho cómo ello es posible.
Cada noche, antes de conciliar el sueño, debemos fijar nuestra vista en la luna y ella recogerá como un espejo nuestros rostros para que yo te pueda ver y también tú a mí.
Esta  misma noche concentraré mi mirada en la luna y le enviaré una sonrisa.
Hazlo tu también, pero guíñale el ojo izquierdo para que yo sepa que ya me has conocido, y yo se lo guiñaré mañana para que tú sepas que yo también te conocí.
Te envío un beso de pluma liviana como la luna para ti ”.

Y eso hizo Martín por la noche, le sonrió a la luna y se acostó con esa sonrisa bailando en sus labios y con la expresión acompasada con la dulzura de caramelo que la felicidad regala a las almas que aman a los demás.

(continuará)

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