Atardecer lluvioso en Barcelona.
Lluvia morosa en el barrio alto en el que resido.
Me cobijo al calor de la espuma fría de una cerveza y en los
tersos pechos morenos de la cálida camarera que me ofrece boquerones mientras
mi cerebro se enmaraña entre las frases de besos rusos y otros que son de
espera paciente de sapos que son sapiencia. También de besos que son cortos
porque son de mera coincidencia de labios y otros que son de sal porque son de
sirena.
No decido si Pessoa y el desasosiego o Nothomb y sabotajes
amorosos porque el agua mansa de la lluvia o tal vez los pechos nómadas y
desbocados que regalan cerveza me trasladan a mis jóvenes noches de espejo de luna de
agosto de hogueras de arena tibia y de “cremat”, olor de café y ron y canela de
muchachas de piel del color del oro y de la arena empapada del salitre de la
orilla y adolescentes al acecho.
Anocheceres de sal y arena y agua salada de mar para labrar
amores de relámpago sofocados en las olas frías del mar de la canícula.
Amores de palabras oídas y no aprendidas y que deshacen
risas apagadas y algún que otro llanto silenciado por labios arrumacados y
guitarras de los que aman su rasgueo solidario para entregar cobijo a las
parejas de galopeo solitario.
Amaneceres de humedad y relente y brasas y cenizas
mortecinas y vellos erizados y miradas de vergüenza y despedidas para el
regreso furtivo a sueños arropados de sol y calima y efluvios y olores de
recuerdos de sudaciones y nostalgias.
Sigue la lluvia perezosa y lenta y la camarera distrae mi
ensimismamiento colmando otro vaso de espuma de cerveza acompañado de un beso
sigiloso y escondido que me devuelve a la maraña y el barullo de los besos de
mi mente peregrina mientras decido si la lluvia es de desasosiego o de amores
saboteados.
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