miércoles, 11 de enero de 2012

Pequeño Homenaje a Alfredo Puente

Me gusta mi barrio.
Huele a pueblo.
De hecho lo era hasta los inicios del siglo pasado.

La vida se hace como en un pueblo: te levantas con el sonido de las campanadas de la Iglesia, vas a la Escuela, compras en la Plaza y los comercios del barrio, frecuentas sus bares y restaurantes y hasta el Centro Parroquial y su Teatro, y saludas a los vecinos cuando en la calle te cruzas con ellos.
Mi barrio es un pueblo.

Frecuento un Bar Bodega cerca de mi casa que en realidad es un piso pero en el pueblo le llaman casa donde todo es fauna urbana: la antigua estanquera que suele asistir todas las tardes para dialogar y no llegar a acuerdo alguno con ningún parroquiano, un joven veterinario francés con apellido italiano que castra felinos y amputa placentas perrunas, un hijo de militar que dice que es un "Fuerza Especial" y hermano mío y no es ni lo uno ni lo otro y ni siquiera es veterinario aunque estudió en Zaragoza, un Marqués castizo aunque catalán y casado con una alemana que consume tonic's-gin (así, con este orden y en plural), un tipo que bautizamos "Pincelín" con las manos sucias de cambiar neumáticos de automóvil pero con sumo cuidado con la limpieza de sus vaso de café con leche, un lituano que está en Barcelona pero podría estar en cualquier otro lado porque no debe saber ni de la existencia de la Sagrada Familia, y mi Bar también es frecuentado por un ebanista-restaurador de muebles antiguos, un hombre sabio de pueblo, Alfredo Puente.
Pero de Alfredo hablaré al final.

De mi barrio podría realizar muchas pinceladas, porque como es más un pueblo que un barrio hay muchas historias que contar, como la de la mujer que alimenta palomas desde el alba y hasta la noche cerrada, el fumador de pantalones de pescador y camiseta en manga corta haga frío, calor, nieve o llueva y que consume cigarrillos de forma convulsiva y acelerada, la historia de los limoneros bordes y Ahmed junto a la Galerías Comerciales, la ventana decorada con motivos reivindicativos y a veces con poesía en Mayor de Sarriá, las Casas de Comidas, algunas tiendas centenarias,...
Lo haré en algún momento.

Hoy se me ha enquistado la historia del camarero barbudo y con gorrita sempiternamente adosada a su cuero cabelludo de un Bar-Restaurante de mi pueblo que antes era un desastre y ahora tiene encanto desde que está lleno de italianos, argentinos y gente de otros pueblos, que me ha contado que estaba preocupado porque acaba de dejar a su novia, la novia le ha dejado a él, se han dejado el uno al otro pero no al perro porque comparten custodia. Teme que se le acabe la custodia y se ha dado cuenta de que a quien quería era al perro, y eso lo pone triste.
Me ha hecho gracia, algo agridulce, pero he ha hecho sonreír porque él lo cuenta con cariño y respeto.
Me ha parecido bonito y entrañable, aunque no sé si ella se enfadará con él o conmigo o con los dos.
O con el perro, y eso sería mucho peor.

Y en el final está Alfredo Puente. Estaba, porque se murió el dos de enero.
Era un hombre cálido, acogedor, tímido hasta el extremo de esconder su cercanía.
Me llamaba Riera por no decirme Paco y así mostrar que me quería, porque se ruborizaría.
Era un hombre de Taradell y de pueblo, o de barrio, aunque en este caso da lo mismo porque vivía en mi barrio que huele a pueblo y que de hecho lo era hasta principios del siglo pasado.
Me despido de ti, Alfredo, contándote un secreto: llegué a envidiarte porque tuviste la suerte de conocer y tratar a las medusas antes que yo.

Descansa, Alfredo.
A mí, como a ti, siempre nos gustó Sarriá, nos gusta nuestro pueblo.

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