Hace un par de días deseaba leer con tranquilidad y por eso
me fui a un bar de mi pueblo y aunque ya sé que el binomio tranquilidad y bar
es un sinsentido para mí no lo es porque los lugares ruidosos consiguen que mi
capacidad de concentración se estimule y mi concentración mejore y aumente.
Será tal vez porque cuando mi vista descansa de la página de lectura gusto de
observar por encima de las gafas esta fauna que se llama raza humana.
Mi lectura es sobre un libro que me ha regalado mi amiga y
es “El lenguaje de las flores” de Vanesa Diffenbaugh de la que me gusta la
fotografía de la solapilla que es de medio cuerpo en la que se intuyen unas
hermosas clavículas de mujer y me disgusta su nombre porque me parece una
frivolidad de noches tontas y locas y de intrascendencia y no sé por qué pero
así es.
Concentrado estoy como si fuese un jabón para lavavajillas o
para lavadoras cuando aparecen dos parejas con sus hijos pequeñuelos y tras
pedir sus consumiciones montan un escándalo estridente y escandaloso y más que
los niños y sobre todo un padre con alopecia casi terminal y con pinta de monje
por su perfecta calva y que tiene una voz aflautada y penetrante y desagradable
y de enormes decibelios y también el otro padre que tiene voz más grave pero
que arranca a hipar de forma aguda y molesta e inoportuna.
Me reconcentro en mi lectura pero por el rabillo no sé si
del ojo o de la gafa veo aparecer a la señora a la que hace unos meses le
regalé una pulserita porque me pareció hermosa y alzheirmosa como mi mamá que ya
murió y su marido me recuerda y me saluda y no me deja leer porque debo atender
sus cumplidos aunque sólo sea con el gesto y la expresión y que no es la del
lector ensimismado en su lectura.
Cumplidos satisfechos vuelvo a las páginas de “El lenguaje
de las flores” mientras una señora despistada y en dirección a la barra
consigue que la correa de su bolso de mano cace una silla de mi mesa y la silla
por natural cae al suelo con un estrépito superior al del padre de voz
aflautada y el del hipo agudo y molesto e inoportuno.
Me armo de esa paciencia que no me fue dada para no empezar
a blasfemar en búsqueda de algún mínimo silencio pero me contengo porque
recuerdo que aprecio el binomio paz y ruido para buscar mi concentración.
No me doy cuenta de que por mi retaguardia se acerca Ahmed,
el encargado de las Galerías en donde está el bar de mi lectura y el que me
consigue las naranjas bordes de la calle Salvador Mundi para que yo prepare
mermelada de naranjas amargas, y me suelta un coscorrón que me coge desprevenido
con un servilletero y me hace brincar por la sorpresa que no por el dolor y mi
concentración lectora se convierte en una servilleta de papel ligero.
Dos ancianas de voz cansina se instalan detrás de mi mesa
con esa voz algo insonora pero que penetra en el cerebro como un taladro y
percute percute percute en su cadencia insonora.
Además llevo en la nariz la comida de gato que le di al
pajarito muerto.
Es obvio que es falso que tenga alta capacidad de contención
y que los lugares ruidosos me ayuden a encontrar esa situación.
He hecho de todo menos leer que era el principal objetivo.
Suerte que no me he complicado más la vida.
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