sábado, 2 de junio de 2012

Lectura

Hace un par de días deseaba leer con tranquilidad y por eso me fui a un bar de mi pueblo y aunque ya sé que el binomio tranquilidad y bar es un sinsentido para mí no lo es porque los lugares ruidosos consiguen que mi capacidad de concentración se estimule y mi concentración mejore y aumente. Será tal vez porque cuando mi vista descansa de la página de lectura gusto de observar por encima de las gafas esta fauna que se llama raza humana.

Mi lectura es sobre un libro que me ha regalado mi amiga y es “El lenguaje de las flores” de Vanesa Diffenbaugh de la que me gusta la fotografía de la solapilla que es de medio cuerpo en la que se intuyen unas hermosas clavículas de mujer y me disgusta su nombre porque me parece una frivolidad de noches tontas y locas y de intrascendencia y no sé por qué pero así es.

Concentrado estoy como si fuese un jabón para lavavajillas o para lavadoras cuando aparecen dos parejas con sus hijos pequeñuelos y tras pedir sus consumiciones montan un escándalo estridente y escandaloso y más que los niños y sobre todo un padre con alopecia casi terminal y con pinta de monje por su perfecta calva y que tiene una voz aflautada y penetrante y desagradable y de enormes decibelios y también el otro padre que tiene voz más grave pero que arranca a hipar de forma aguda y molesta e inoportuna.

Me reconcentro en mi lectura pero por el rabillo no sé si del ojo o de la gafa veo aparecer a la señora a la que hace unos meses le regalé una pulserita porque me pareció hermosa y alzheirmosa como mi mamá que ya murió y su marido me recuerda y me saluda y no me deja leer porque debo atender sus cumplidos aunque sólo sea con el gesto y la expresión y que no es la del lector ensimismado en su lectura.

Cumplidos satisfechos vuelvo a las páginas de “El lenguaje de las flores” mientras una señora despistada y en dirección a la barra consigue que la correa de su bolso de mano cace una silla de mi mesa y la silla por natural cae al suelo con un estrépito superior al del padre de voz aflautada y el del hipo agudo y molesto e inoportuno.

Me armo de esa paciencia que no me fue dada para no empezar a blasfemar en búsqueda de algún mínimo silencio pero me contengo porque recuerdo que aprecio el binomio paz y ruido para buscar mi concentración.

No me doy cuenta de que por mi retaguardia se acerca Ahmed, el encargado de las Galerías en donde está el bar de mi lectura y el que me consigue las naranjas bordes de la calle Salvador Mundi para que yo prepare mermelada de naranjas amargas, y me suelta un coscorrón que me coge desprevenido con un servilletero y me hace brincar por la sorpresa que no por el dolor y mi concentración lectora se convierte en una servilleta de papel ligero.

Dos ancianas de voz cansina se instalan detrás de mi mesa con esa voz algo insonora pero que penetra en el cerebro como un taladro y percute percute percute en su cadencia insonora.

Además llevo en la nariz la comida de gato que le di al pajarito muerto.

Es obvio que es falso que tenga alta capacidad de contención y que los lugares ruidosos me ayuden a encontrar esa situación.
He hecho de todo menos leer que era el principal objetivo.
Suerte que no me he complicado más la vida.

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