La canícula de este mes de agosto en las tierras centrales y
de poniente es fervorosa.
En la costa bochorno y sofoco.
En la ciudad humedad y sudor.
Calor.
En la alta montaña los campos verdes amarillean y los
bosques y matorrales y arbustos del sotobosque lanzan lenguas de fuego
camaleónicas sobre cultivos y aposentos y cabañas de animales mientras los
grillos cantan y el sol cuece la retama.
El sol es un botón amarillo cosido al azul del cielo. Su
perfil es difuso por la calina que nace de la tierra y el vapor impide gozar de
la Sierra del Cadí que es un fantasma de los que permanecen con su cuerpo.
Las lagartijas salen de sus escondites en el pedregal para
desafiar al sol con el orgullo de su mirada y los sapos se refugian en los
humedales para preservar el brillo de su piel y el solitario escorpión inicia
en grupo el ritual del suicidio.
Las tórtolas lucen sus galas pardas y su collar negro bajo
las hojas altas del nogal y del manzano ceretano mientras el gorrión baila
esquizofrénico a su alrededor olvidando la captura de alimento para las crías
que parió en resquicios de las tejas de la casa.
Calor.
El graznido estridente de un cuervo despistado aplaca
entusiasmos de la canícula.
Pasa breve la sombra de un pájaro sobre la hierba del
jardín.
Las golondrinas rasean el vuelo por el camino frente a las
flores.
Una sinfonía de avispas se irritan con la paranoia de hallar
dónde clavar su aguijón en el atardecer.
Despacio muy despacio hasta fundirse con la lentitud de un
inabarcable manto que era azul y será ceniza asoman los naranjas y rojos
crepusculares en la boca del Valle del Carol que vomita su río amansado y lento
en la amplitud del Valle de la Cerdanya.
El crepúsculo contagia una serena y espiritual melancolía
con su despaciosidad y desde el engaño de su quietud y se replica al alba para
mostrar su imperfección.
Las nubes juegan con los colores y crean figuras que se
anudan y desanudan y tintan la anochecida con mares y lagos y charcas que se
diluyen y se emborronan.
El tenue resplandor del crepúsculo amistará con el color
sésamo de las noches de verano hasta que las tres estrellas de la constelación
de Orión brillen y la soledad se adueñe del alma en compañía del silencio
plateado de la luna. Luna que estremece, mece y adormece. Luna que crece y
mengua y desaparece y luego renace.
Oscuridad. Negrura. Sarampión de luces. Destellos.
Recuerdos de una realidad disfrazada de pesadilla que vuelan
y flotan y vienen y se van y no se asientan porque hasta el amor es bello en el
abismo.
Y con el velo de la luna la amanecida y el calor después de
que los sueños hayan traído su consuelo.
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