martes, 19 de marzo de 2013

Contradicciones.


Me está invadiendo una serenidad lenta y espesa, una serenidad de petróleo viscoso.
Es una sensación extraña. Algo desconocida para mis costumbres.
Destilo deseo de ser embebido por esa sensación, pero impone pensar que si no domina de forma absoluta puede lastimar, lacerar y agrietar.

En otras épocas de mi vida la hubiese rechazado, en mis épocas publicitarias.
Recuerdo que cuando la tranquilidad tomaba asiento en la Agencia a mí se me llevaban los demonios porque concluía que algo no funcionaba, que algo más debíamos hacer para que el bullicio y el desespero, que son familia de la actividad frenética, reinasen de nuevo en los despachos de la Agencia, en Creación y en Cuentas, en Administración y en Medios y en el Estudio y en Dirección.
Cuando la vorágine campaba a sus anchas por los pasillos y las Salas de Reunión, por el Paseo Bimbo y la Avenida Arbora y la Plaza Gas Natural y el Pasaje Vileda y la Sala D’Arcy y la Masius y la Benton y la Sala Bowles sólo existía un deseo, y ese era por favor un poco de paz y tranquilidad para poder trabajar con orden y concierto y que las ideas maduren y florezcan y se degusten para que luego arrasen y penetren en las intenciones y deseos de compra del consumidor. Luego el ansia y la apetencia de calma y armonía.
La contradicción.


Ahora llega la serenidad y la tranquilidad a mi espíritu y es verdad que después de una larga época de excesiva convulsión, y la verdad es que me asusta un poco, susto todavía controlado, pero ¿hasta cuando?
Al igual que en la Agencia mi cabeza se comporta en mí de idéntica forma (¿o tal vez es que mi espíritu se trasladaba a la Agencia como un alter ego?).
Cuando anhelo la paz y el sosiego y estos llegan cogidos de la mano para instalarse en mi morada, la reacción es de alerta rápida, ¿qué pasa, me adoceno, me duermo, me inhibo?
Es entonces cuando la celeridad me domina porque mi mente se asusta ante el pensamiento de que la serenidad es sinónimo de inacción y eso es letargo y anestesia, de la actividad y del sentimiento.
La contradicción.


Pero ahora parece que empiezo a amar la serenidad y la quietud y la moderación que son hermanas. O a detestarlas, a aborrecer a todas esas hermanas y primas.
Es como esos momentos en los que me siento amado y de repente tal vez no quisiera serlo, o cuando yo amo y me paralizo y me pregunto qué es amar y no lo sé y entonces ya no sé si quiero amar o ser amado o ninguna cosa de las dos y quisiera estar solo para buscar luego compañía y dejar de complicarme la vida para de forma inmediata decidir que si no te la complicas es porque no te implicas y entonces para que estás aquí.
La contradicción.

Dicen que para alcanzar la serenidad es preciso meditar y que meditar es concentrase en la propia respiración, en el inhalar y el exhalar, esa respiración que practicamos inconscientemente porque para respirar no hace falta pensar porque es fruto de automatismo. A veces lo intento, pero es en ese momento cuando aparece el fantasma del discernimiento que no tiene práctica si no es con el uso de cierta lejanía y el empleo de opciones ajenas a la concentración exclusiva en la respiración.
El deseo y la aversión.
La contradicción.

Parecen contradicciones, pero no lo son, porque a cada cosa la contrapuesta y, sobre todo, porque ese soy yo.

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