Se llamaba Pablo Eterna.
Y quería que así lo llamasen porque así le gustaba, pero no
había manera.
Su padre era cercano a Esquerra Republicana de Catalunya (1) y gustaba de llamarlo Pau Eterna (2) porque él y también y por tanto su hijo eran catalanes y que rezase en su documento de identidad Pablo se la traía al pairo porque cuando el niño nació no podía registrarse de otra forma que no fuese como indica el santoral.
Su padre era cercano a Esquerra Republicana de Catalunya (1) y gustaba de llamarlo Pau Eterna (2) porque él y también y por tanto su hijo eran catalanes y que rezase en su documento de identidad Pablo se la traía al pairo porque cuando el niño nació no podía registrarse de otra forma que no fuese como indica el santoral.
Y Pablo, Pau Eterna para su padre y todos sus amigos del
colegio y del barrio, sufría a causa de su nombre y de la multitud de
ocurrencias y chistes lúgubres que acudían a las mentes de sus compañeros,
amigos e incluso de algunos familiares.
Ese martirio que le acompañaba a causa de su nombre de pila
y su primer apellido conformó un carácter taciturno y apesadumbrado y fomentó
un espíritu decaído, retraído y ceñudo.
Pau, Pablo para sí mismo, era hijo de Buenaventura Eterna,
apodado “El Lápidas”, y era huérfano de madre desde bien pequeño, por lo que
toda su educación recayó en su padre, que mantenía un negocio funerario de
lápidas, cruces, féretros, santos y demás parafernalia propia de los que
finalizaron sus días en los ambientes del catolicismo apostólico romano,
negocio ubicado en una de las calles próximas a Sancho de Ávila de la ciudad de
Barcelona.
Este negociante de lápidas era también de personalidad
huraña y de comportamiento hosco, de mirada huidiza y de físico esquivo por
rechazar la cercanía. Era un hombre antipático y arisco.
En su descarga hay que decir que mantenía unas formas
naturales y asimiladas al quehacer que le proporcionaba el sustento diario para
él y su hijo Pau, dado que su negocio exigía lo contrario a los buenos usos y
modales del comercio habitual, que saluda con cierta efusión, simpatía y
alegría contenida a los clientes que acuden a sus establecimientos, mientras
Buenaventura se ve en la obligación de saludar con un Lo siento, un Le acompaño
en el sentimiento, o un Me hago cargo de lo difícil de su situación, mientras
el resto de comerciantes de cualquier calle de cualquier ciudad del mundo
reciben a sus clientes con un Buenos días, Dígame que desea por favor, En qué
le podemos atender o inicios similares que demuestran interés por atender y
seducir al pasante para una mejor inducción al gasto y a la compra impulsiva o
reflexiva o de lo que sea pero compra y gasto en todo caso.
(continuará)
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