Ella estaba en el lecho de aquel Hospital de la muerte.
Porque ella se moría.
Serena. Su muerte.
Bellísima. Su muerte.
Su mirada era placentera, relajada, aislada, lejana.
Lejanísima.
Su muerte.
Bella.
Y yo hacía el payaso porque quería que riese.
Quería verle esa sonrisa dulce de nata y nácar, que bañaba
sus ojos verdes de manchitas naranjitas de frágil cristal de mermelada helada.
Y entonces ella me clavó su mirada en el alma y con su
sonrisa muda y desnuda me dijo sin palabra alguna “payaso mío, cómo te quiero”.
Y entonces el que me moría era yo, y le devolvía la mirada
con otra sonrisa que era un llanto de ríos y afluentes y mares internos, con
mis ojitos minúsculos y achinados de miles de chinos que me dolían como dagas
abiertas en mi cuerpecito de niño abandonado.
Y después me pidió con su mirada y la mano en la que
conservaba el movimiento que me acercara para besarme con sus labios secos de
muerte en los míos húmedos de la avidez del amor.
Y nos miramos dejando fluir nuestras lágrimas inhóspitas y
entrelazamos nuestras manos que desfallecían mientras abandonaban escamas
muertas de amor de desiertos secos de lagartos resecos.
Me he despertado del sueño de arenas empapado en sudores de
mares salados y con olores de pescado podrido y tumefacto y lleno de espinas.
Desasosiego y ansiedad en mi pecho húmedo de llantos de pez
ahogado.
Me he sentado a los pies de mi lecho para buscar el sosiego
de mi alma entumecida de cartón mojado.
He regresado a las sábanas amarillas de sudoraciones y he
esperado al alba con el alma y el corazón sobresaltado.
Me dormí de nuevo con las primeras luces del amanecer y
desperté unas horas después con lágrimas que se deshacían en aguas de enamorado
y con sollozos enmudecidos en mis ojos castrados.
Cuánto te echo de menos y cuánto me echo de menos, porque yo
me hacía y me deshacía en ti, amor.
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